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Los Datos

Por Julio Fajardo Sánchez
lunes 01 de septiembre de 2025, 10:58h

Existe una gran hipocresía ante la protección de datos que nos atañen personalmente. Recibo muchas llamadas de operadores que conocen mi teléfono y mis contratos con servidores de informáticos, suscripciones, seguros y otras cosas que hoy nos son imprescindibles. Tan protegido no estoy. Pero lo más importante es notar el uso que se hace de mis preferencias, de mis opiniones y mis gustos personales. No me refiero a los que publico de manera voluntaria, en un ejercicio de comunicación que va implícito a mi condición social como miembro de una colectividad, sino a aquellos que son rastreados a través de las redes, de las películas que elijo en Netflix, de la música que escucho en Spotify, y de lo que visiono en las pantallas de mi móvil.

Con todo ello, el gran hermano adivina cuáles son mis deseos y pasa a ofertármelos directamente en promesas de paraísos alcanzables. De la llamada ofreciéndome cambiar mi servidor informático me defiendo solo, sin necesidad de ayuda, a pesar de que conozca que una gran cantidad de incautos caen en sus redes, pero lo otro, lo que supervisa mis actos involuntarios, actúa como el asesino silencioso, despojándome poco a poco de mi intimidad. No hay nada peor que sentirse controlado por alguien a quien no ves ni escuchas ni puedes ponerle nombre.

En esta sociedad vivimos y ya hay alguien que asegura que es un método eficaz para destruir a la democracia. Otros dicen que es la democracia la que tiene que adaptarse a estas servidumbres. Para mi, y a la edad que tengo, supone elevar mi nivel de desconfianza y refugiarme en un aislamiento insoportable. Luego lo pienso y me niego a claudicar y me decido a combatirlo con las mismas armas con que me ataca. Por eso escribo cada día de un asunto diferente, siempre intentando llamar la atención sobre los efectos de este ambiente que nos presiona sin que nos demos cuenta.

A esto se le llama sentido crítico y es la reacción que claman los más sensatos, acusadores de que pertenecemos a organizaciones acríticas, o, al menos, a aquellas donde esa actitud revisionista sea causa de reprobación e incluso de expulsión. Podría seguir los consejos de los que me responden que le eche azúcar cuando digo que el mundo en el que vivo no me gusta, pero esto sería entregarme al conformismo de la posición acrítica que cuestiono. Estoy seguro de que hay mucha gente que piensa esto que escribo, pero también de que les resulta más cómodo no comprometerse.

Le estoy dando al teclado y reparo en que es una acción intuitiva; una especie de rutina adquirida sin que haya puesto demasiada voluntad en ello. De la misma forma automática leo, aplicando la misma razón por la que me siento vigilado por unos ojos ocultos que no veo. Vivo asfixiado en un mar de datos que inundan el aire, que me asfixian y no me permiten respirar libremente. No los percibo, como tantas cosas con las que me atemorizan. Son como esas islas formadas por toneladas de microplásticos que amenazan mi seguridad y ahora me obligan a abrir las botellas dejándoles la tapa puesta

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