Navegar por el universo de la información, cada vez sometido a una mayor expansión, requiere un esfuerzo de selección para fijar nuestra credibilidad en una noticia o en una opinión. La objetividad y la independencia han desaparecido del panorama que nos ofrecen los medios. Luego están los argumentarios de las organizaciones políticas que tienden a uniformar el pensamiento de los ciudadanos en un sentido o en otro, dependiendo de donde caigan sus simpatías, sus debilidades o sus influencias.
A mí me supone un doble sacrificio la lectura porque me obliga a estar alerta ante su fiabilidad, de forma que a veces tengo que analizar el currículo del autor para interpretar adecuadamente lo que escribe. Hay algunos que van como camicaces, a pecho descubierto, pareciendo una vanguardia suicida que ataca a bayoneta calada, sin reparo de ninguna clase. Estos no son peligrosos. Son conocidos por todos, perfectamente identificables y sus actuaciones abiertamente previsibles. Lo malo es cuando se esconden tras un disfraz de objetividad y acaban, igual que los demás, en la tergiversación de los hechos. Suelen salir en andanadas, respondiendo a las actuaciones que el cálculo político sitúa en la primera plana de los periódicos. Con la misma inmediatez con que lo hacen, desaparecen, porque el clarín que marca las órdenes dicta que ya el tiempo de la noticia ha pasado y conviene hablar de otra cosa.
Es complicado vivir en un país que intenta establecer el pensamiento único y la información única, descalificando a todo lo que no coincida con la oficialidad de los acontecimientos. El camino de selección es arduo y a mí me resulta tan enrevesado como analizar los 65 millones de folios donde caben los audios de Koldo. Por eso no tengo más remedio que recurrir a la intuición para deducir dónde se encuentra la verdad, y en ningún caso me siento seguro de encontrarla. Esta sensación, tomada en verano, nos inclina al pasotismo, a la búsqueda de una paz basada en el no intervencionismo, contemplando desde la grada cómo otros se pegan en una batalla inútil.
Ya no sé quién tiene razón y quién no. Tampoco sé si los títulos sirven para algo, a la vista de cómo se aplica la deontología a que obligan, trocada en servilismo. Los medios nombran a los defensores del lector, pero yo creo que es como la “ecopublicidad”, a la que le basta con decir que un producto es amigo de la naturaleza para que la gente se lo crea. Vivimos un mundo dominado por fuerzas ocultas, en medio de una maraña de cientos de miles de millones de datos que retratan nuestra condición más simple. A conveniencia de eso se fabrican las informaciones. Algunas nos calman y otras nos estremecen, todo en función de cómo nos sintamos identificados con ellas, igual que en el horóscopo. A veces me siento tentado de someterme a la soledad del aislamiento, metiéndome en una campana, o subiéndome a una columna de dieciséis metros, como Simeón el Estilita.