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Un hombre sin atributos

Por José Manuel Barquero
domingo 13 de julio de 2025, 13:08h

El otro día vi de cerca una tormenta a 4500 metros de altitud. Creo que fueron los minutos que más miedo he pasado en una montaña. Estábamos en la arista cimera de la Parrotspitze, en los Alpes, a punto de llegar a la cumbre. Sonaba algún trueno lejano, y no habíamos divisado aún ningún relámpago, pero mi compañero Ibón notó un zumbido intenso y persistente sobre su cabeza, y un cosquilleo en la piel. Se estaba generando un campo eléctrico sobre él. Me gritó como nunca lo había hecho en la década larga que llevamos compartiendo cordada, y comenzamos a correr para refugiarnos en un espolón de roca que había doscientos metros más abajo. En aquellos segundos al sprint, me dio tiempo a pensar en si era peor que nos partiera un rayo o precipitarnos al vacío resbalando por la pendiente. No había resuelto la duda cuando ya estábamos a salvo.

Un par de horas más tarde, en el refugio Capanna Margherita, reflexionaba sobre el miedo. Según cómo lo gestionamos, se convierte en un mecanismo de supervivencia, o en un generador de parálisis. En mi caso, lo curioso del asunto es que el sonido de un trueno jamás me asustó, y eso que el 29 de marzo de 1994, pasadas las cinco de la madrugada, algo que sonó como un trueno sobre mi cabeza me hizo saltar de la cama en casa de mis padres, en Vitoria. A un chaval de 26 años, sólo dos años mayor que yo, le estalló la bomba de 15 kilos que llevaba en su mochila. Al día siguiente, mi amiga Montse me contó que habían aparecido cachitos del etarra incrustados en su terraza, en un segundo piso de la calle Postas. Había trozos del cuerpo del terrorista en un radio de cincuenta metros. Sólo se hallaron enteros una mano, la lengua y el pene.

A José María Igerategui, alias “Ijitu, los despidieron entre vítores a ETA unas doscientas personas, incluidos varios dirigentes de Herri Batasuna, que calificaron de “carroñero” al departamento de Interior del Gobierno Vasco por haberse atrevido a evaluar los daños materiales causados en setenta viviendas, veinte locales comerciales y una treintena de coches, tal fue la violencia de aquella explosión. Pero a día de hoy, yo, tan pichi. Cuando oigo un trueno, ni rastro de estrés postraumático.

Y luego están los cohetes, mascletás y espectáculos pirotécnicos. Me lo he pasado en grande en las Fallas de Valencia, y con los fuegos artificiales de Fin de Año en Copacabana. Y eso que, recién cumplidos los quince, oí con nitidez cómo ametrallaban a varios policías nacionales y técnicos de Televisión Española que estaban en una de las puertas de acceso al pabellón de Mendizorroza, mientras se jugaba un partido de baloncesto entre el Baskonia y el Estudiantes. Mi asiento de socio estaba justo en esa esquina del polideportivo. Me asomé y vi cómo se arrastraba hacia el interior uno de los agentes heridos, dejando un reguero de sangre sobre aquel suelo color crema. Me ha recordado esa escena la crónica del atentado que esta semana publicaba Javier Jiménez en Ultima Hora. Lo que no sabía es que el policía que sufrió las lesiones más graves, Pere Coll Buades, era natural de Sóller. Pero oigan, me sucede lo mismo que con los truenos. Escucho una traca de petardos y no me viene a la cabeza el recuerdo de aquel tiroteo.

Me vengo a referir a que yo, trauma, ninguno. Solo memoria. Una memoria que, como todas, se perderá cuando me muera, el suceso que traté de evitar hace unos días corriendo montaña abajo. Mientras tanto, sólo catorce de los 504 institutos vascos, el 2,8%, imparten un programa para que los estudiantes conozcan esa parte de la historia acaecida en su tierra entre 1960 y 2018, o sea, hasta antes de ayer.

Insisto en que, a pesar de esos bombazos y balaceras, llevo una existencia razonablemente feliz, sin que el recuerdo lejano de aquellas salvajadas cercanas me amargue la vida. Pero esa resistencia no me convierte en una persona insensible. Hay cosas que aún escuecen. Por ejemplo, escuchar a Patxi López esta semana en la tribuna del Congreso de los Diputados. El portavoz socialista sacó a pasear la mano y la lengua para echarle encima a Feijóo todos los muertos por la droga en Galicia, los de la DANA de Valencia, y los ancianos de la residencias de Madrid por el Covid. Patxi es un hombre sin atributos —políticos— salvo la sumisión lanar al «puto amo», que llegó a lehendakari gracias a los votos de los dos únicos partidos cuyos dirigentes portaban ataúdes de compañeros asesinados por ETA, el PSOE y el PP. Es una lástima que, en su vasto recuento necrológico, Patxi olvidara aquellos cadáveres.

Un par de días antes, Feijóo había declarado que el único partido al que le impondría un cordón sanitario era Bildu. Otegi se mostró orgulloso de ello, y de paso se descojonó de risa, porque Arnaldo sabe bien quién le conviene que sea presidente para que los etarras que asesinaron a decenas de `personas, sin volar ellos por los aires, sigan saliendo de prisión antes de cumplir íntegras sus condenas, y sin mostrar un ápice de arrepentimiento. Tampoco esto le da vergüenza a Patxi, ni al «puto amo». A algunos nos duele, pero sin traumas, no se vayan a creer.

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