Hace unos días despedimos a otro amigo, el doctor Mariano Ginovés Sierra. Hacía tiempo que no lo veía o él podría haber dicho lo mismo de mí. Lo cierto es que cada día salimos menos. Menos mal que nos quedan las ventanas digitales y los periódicos para practicar esta especie de vida social de ficción que se nos ofrece. Mariano era un profesional serio y responsable. Un neurocirujano culto. Interesado por la vida, como todas aquellas personas conscientes de que necesitan una visión de conjunto para observar la realidad. Mantuve con él conversaciones interesantes y disfruté en su casa del acogimiento que daba a sus amigos.
Se nos va la vida y las personas que nos son necesarias. A veces nos sucede que llegamos tarde y sentimos cómo se nos perdió el tiempo para estar más cerca y poder manifestarles nuestro aprecio. En fin, que fui a su entierro y el cura nos tuvo todo el tiempo sentándonos y levantándonos y yo sufriendo en la cintura los efectos de un golpe que me di hace unos días. Mientras tanto pensaba en el cuerpo de Mariano, ya sin sentir, dentro del ataúd. No me hacía la pregunta que Javier Cercas le hizo al papa Francisco sobre la existencia del más allá y la resurrección de la carne que se asegura en el credo. A mí el credo me sirve para rezarlo en latín mientras se pasa un huevo en el agua hirviendo. “Resurrecionenm mortuorum et vitam venturi saeculi”, dice y yo memorizo el texto en tres minutos. En estas cosas pensaba cuando entró una chica y empujó el artefacto con ruedas y comprobé que lo llevaban camino del crematorio.
He dejado pasar unos días y hoy me pongo a escribir. Tenemos que atender más a los amigos y a las personas que queremos. Ayer llamé a Cervino. Está en el hospital. Lo encontré de buen humor y tosiendo, como siempre. Maite me dijo que tiene una neumonía extensiva. Nos reímos con nuestras cosas y eso me hizo pensar en que el tiempo, sobre todo el del recuerdo, es una medicina para mantenernos en vigor. Mi padre decía: “qué te importa una mella, quítate el diente”. No sé lo que quería decir. Seguramente lo oyó en algún lado y le hacía gracia. Lo cierto es que hace unos días fui a sacarme una muela y me acordé. La dentista era muy joven y venezolana. La anestesia tardó unos minutos en hacer efecto y estuvimos hablando. Yo saqué el tema de que los barberos eran antes sacamuelas y te ponían un babero y una palangana, que era como aquellos orinales de metal para que sonaran las piedras en el riñón cuando salían con la orina. Ya esas cosas no existen, ni siquiera las palanganas, aunque todavía perviven los palanganeros.
Mi cabeza anda demasiado rápida y me voy del entierro de Mariano al rezo del credo para los huevos pasados y a la conversación de Javier Cercas con el papa Francisco. Ahora ando leyendo otras cosas y poniendo en orden lo que tengo a medio terminar. La vida es como escribir un libro. Nos vamos descamando página a página, y estar vivos consiste en la capacidad de repasar y corregir en esa ambición irreductible de perseguir la perfección.