Algunas tardes, después de comer, iba a dar un paseo al parque del Turó. Solía llevar un libro y me sentaba a leer a la sombra de un árbol. Los jardineros cambiaban las flores cada dos meses. Ahora no, y está seco y descolorido. Después me acercaba a Juan Sebastián Bach para ver el edificio de Coderch. Había otros que llamaban mi atención, con terrazas ajardinadas y persianas hechas con mimbre y otras fibras naturales. Esto me hacía olvidar a tanto Gaudí y tanto modernisme que le daban el aspecto más característico a la ciudad de Barcelona.
En General Goded, que ahora se llama Pau Casals, había un estanque poco profundo donde se competía los domingos con maquetas de lanchas a motor. Una especie de aeromodelismo acuático. En la esquina con Mestre Nicolau vivía Pacota Mesa y desde su ventana vi rezar el rosario al padre Peyton en la plaza Calvo Sotelo, ahora Francesc Maciá. Frente al estanque vivía mi compañero de la clase de dibujo, Ramón Farré-Escofet. Su familia tenía una fábrica de pavimentos y no le quedaba más remedio que ser arquitecto.
Los martes subía hasta Valvidrera a darle clase de Matemáticas a un muchacho un poco vago, hijo de un ingeniero químico, que seguramente había estudiado en el Instituto que tenían los jesuitas en Sarriá, el IQS. Todavía había chalets en esa zona donde vivía gente privilegiada por tener la ciudad a sus pies. Ahora están abandonados y los sábados celebran calçotadas donde van los jóvenes a escuchar reggaeton a tope y a ponerse perdidos con la salsa romesco.
Para subir a Valvidrera llegaba hasta la plaza de Sarriá y allí cogía un tranvía muy antiguo, más o menos de la época del que había matado a Gaudí. Creo que tenía el número 12 y el conductor llevaba un batín largo y una gorra de plato. Tenía los manubrios de metal muy brillante y traqueteaba subiendo lentamente por la calle mayor. Yo creía estar en otro pueblo. Había dejado atrás a la gran ciudad para meterme en un barrio oliendo a naftalina. Todavía tenía metido en las orejas el sonsonete de los flabiols de los villancicos, y me imaginaba a un pueblo cantando el cant dels ocells, que todo el mundo cree que es de Casals, pero no, y que ahora se ha convertido en algo imprescindible para darle un carácter republicano y nacionalista a cualquier acontecimiento. Ya han dejado de interpretarlo los coros y se ha convertido en la exclusiva de los violonchelos. Ara es nat el diví infantó, vinga soneu flabiols musetas, decíamos con el maestro Puig, y yo pensaba que me había trasladado a un mundo que me recibía con los brazos abiertos.
Voy de vez en cuando por allí. A ver a mi hijo y a visitar a algunos amigos. Para mí no ha cambiado nada. Infanta Carlota se llama Tarradellas y cosas así, producto de las temporalidades; los alrededores del mercat de Sant Antoni se han peatonalizado y el Raval ya no apesta a desinfectante ni se anuncian lavajes ni se venden gomas en las tiendas, como decía Camilo José Cela cuando describía los alrededores de la calle Robadors, en sus Izas, rabizas y colipoterras, que era un extracto de su canción: “De cuantas coimas tuve toledanas, en Sevilla, Castilla y otras tierras; izas, rabizas y colipoterras, hurgamanderas y putarazanas.
Un día cogí un taxi para ir a Roger de Lauria y el taxista casi no me entendió la dirección hasta que hice un esfuerzo para pronunciarla correctamente. En Londres no me pasa desde que un amigo me aconsejó que dijera Ojos secos si quería ir a Oxford Circus. De todas formas todo sigue igual, porque la gente está reconciliada con lo que siempre fue, a pesar de que ahora vengan unos charnegos a enarbolar el monopolio de su exclusividad.