He pasado una semana en Suecia; concretamente en Estocolmo, su capital. Acabo de aterrizar en Barcelona y me he dado cuenta, inmediatamente, de que el avión no había estado dando vueltas por el aire y vuelto a Estocolmo. Ya sé que no suele pasar, pero nunca se sabe. En mi caso, al salir del aeropuerto me ha invadido un bochornazo salvaje, digno del rigor climático de los países sureños, o sea del sur, de todos los sures existentes y por haber.
Suecia, y Estocolmo en particular, es un lugar básicamente civilizado, en todos los sentidos; sí, también en el considerado como el más común de los sentidos. Las civilizaciones, a veces, dan muchas sorpresas, no crean. Hay regiones, en el mundo, en las que las realidades ancestrales se han quedado allá donde habían nacido. Las tradiciones no han evolucionado (seguramente por la propia voluntad de sus ciudadanos) y los ritos y sus culturas respectivas no han recibido los consecuentes empujes hacia el progreso. Un respeto por estos lugares encerrados en sus urnas. Otros, en cambio, se han planteado, desde un principio, progresar en todo aquello que pudiera beneficiar al bienestar general de la población; en todo lo que pudiera ofrecer a la ciudadanía una mejor vida, un freno al dolor y un paso hacia el placer.
A través de los siglos, algunos de esos países evolucionistas han conseguido alcanzar unos niveles de confort y comodidad universales -es decir, para todo aquel bicho que reside en sus lares- que, superados muchos obstáculos, sobre todo morales y religiosos, alcanzan auténticos hitos basados en una cierta cota cercana a lo que llamamos, vulgarmente felicidad. También es cierto que no existe nada que se parezca a la felicidad sin algo de abundancia, eso es, clima, cultura progresista, propuestas industriales y comerciales, etc. Lo digo por aquello tan sobado de que la riqueza reside en el norte y la pobreza -o la miseria- en el sur.
Suecia, en este sentido, pasa por ser el paladín, el abanderado, de los países europeos y, a la vez, de los mundiales, en cuestiones de bienestar general. La fórmula es bien sencilla: es un país frío (sus habitantes también) y ya se sabe que el frío tiende al esfuerzo; es un lugar rico en lluvias, el resultado de las cuales se transforma, de facto, en exuberancia; tradición cultural e intelectual elevada... Todo esto está muy bien, pero lo que rige, lo que, realmente, vale, la fórmula decisiva es la aplicación de una forma de gobierno que favorece el ya repetido bienestar de sus ciudadanos: me estoy refiriendo al socialismo, a un socialismo de estado, liberal, profundamente democrático, institucionalmente normatizado y, por encima de todo, aceptado por el pueblo sin discusión ninguna.
Alerta: nada de ambiguas semejanzas con el comunismo, término finiquitado y agotado por largas experiencias fallidas, marradas y frustradas. En la fórmula comunista, el estado se transforma en el “dueño” de la ciudadanía y le infunde una ideología única (y, consecuentemente, fanática) que obliga al pueblo a comulgar con las decisiones del gobierno; burocracia y represión, ahí le duele.
En el caso que nos ocupa, Suecia, el estado es agnóstico (ideológica y religiosamente) y utiliza los impuestos para distribuir su riqueza en asuntos que atañen, directamente, a la salud, la educación y al bienestar general del país. Hoy en día, para poner sólo un ejemplo, en el paraíso nórdico no existe el fraude fiscal, la evasión de capitales y, mucho menos, el dinero negro. Ya nadie utiliza dinero al contado; simplemente, no se acepta en ningún sitio: únicamente pago con tarjeta, o sea, dinero automatizado.
A la gente, por la calle (y de forma generalizada, claro) se la ve feliz. Otra cosa es que sus caras no reflejan dicha ventura, entre otras cosas, porque los rostros suecos no “demuestran” nada; no se manifiestan, vaya.
La clásica y desgraciada pasión mediterránea -repleta de manifestaciones de delirio- no hacen más que acercarnos a la idiotez y, finalmente, a la miseria. Nuestras genialidades latinas no consiguen otra cosa que acentuar la habitual manera de comportamiento de los nórdicos, metódica, concreta, lineal, asumible y accesible para todos.
En fin, me gustaría haber contado hechos más tópicos referentes a la vida sueca, pero lo dejo para otros. Me interesa, principalmente, la esencia de las cosas, de los objetos, de las personas.
El batacazo de calor sufrido al llegar no ha hecho más que recordarme nuestra situación de sufridores y nuestra tendencia a la vaguedad, al oportunismo y al “verlas venir” tan típico de nuestra particular tradición.
No nos engañemos, de todas maneras: Beethoven, Picasso, Goethe, Leopardi... no fueron suecos.
Yo tampoco.
Ni tan solo soy socialista (de los de por aquí, vamos, se entiende).
Que ustedes lo pasen bien.