Aquí no paga ni dios, excepto esa chica del PP recién dimitida, que no se inventó uno, sino tres grados universitarios en su curriculum. Me imagino que la cosa pudo ser así. Siendo concejala en Fuenlabrada lanzo la primera pedrada y se licenció a sí misma cum laude. No pasó nada y mantuvo el envite, corregido y aumentado, como diputada en la Asamblea de Madrid. Tampoco tuvo consecuencias el segundo engaño, así que lanzó un órdago al llegar al Congreso de los Diputados: doble grado en Derecho y Ciencias Jurídicas de la Administración, filóloga, politóloga y lo que haga falta.
Noelia Núñez ha calificado sus mentiras como «equivocaciones», una definición muy discutible. Pero lo que no admite discusión es que ha pagado caras esas «equivocaciones». Por eso mismo, por ese precio tan alto, dudo mucho que esta mujer vuelva a mentir sobre su trayectoria académica de una manera tan burda. En esto consiste la función preventiva del castigo, en evitar que, en el futuro, Noelia fabule de nuevo sobre su formación. Es de suponer que ha aprendido la lección. Pero ahora imaginen otra reacción de Feijóo: «qué coño, Noelia, no pasa nada, aguanta en el escaño y en la siguiente legislatura añades una ingeniería». O sea, un perdón sin ni siquiera comprometerse a no volver a cometer el mismo error. Esto es exactamente lo que hizo el Gobierno de Sánchez indultando a Juana Rivas.
En el caso de esta mujer, una sentencia certifica «un funcionamiento mental patológico de la madre que le hace confundir sus intereses con los de su hijos». Tan patológico que llegó a secuestrar a sus hijos y fue condenada a dos años y medio de cárcel. Pero el Gobierno la indultó por la presión del feminismo radical incrustado en una parte del PSOE, y sobre todo en Podemos.
En España, los requisitos para conceder un indulto son poco claros. En el informe que emite el tribunal sentenciador para elevar al Gobierno se ha de valorar «las pruebas o indicios de arrepentimiento», pero ese informe no es vinculante para el Consejo de Ministros. Sólo hay una condición que nadie discute: el indulto no puede causar daño a una tercera persona, ni lesionar sus derechos.
Juana Rivas ha vuelto a retener ilegalmente a uno de sus hijos durante siete meses. Se ha atrevido, entre otros motivos, porque el primer secuestro le salió gratis. Es más, alguien le convenció de que, en realidad, no había cometido ningún delito. Así, ¿por qué no saltarse la ley otra vez? Y ahora, ¿quién paga por ese error político? ¿quién repara el daño sobre el padre y, sobre todo, sobre ese menor sometido a una manipulación por parte de su madre, perfectamente descrita por jueces, fiscales, psicólogos y peritos judiciales? Nadie, por supuesto. Son preguntas retóricas, porque en todo este drama sólo existe una duda jurídico-política relevante: ¿sirven para algo los juzgados de familia? ¿merece la pena pagar el sueldo de los funcionarios públicos que se dedican a intentar resolver ese tipo de conflictos? ¿debemos mantener con nuestros impuestos a ese colectivo de expertos en un asunto tan complejo como es un divorcio conflictivo?
Si la respuesta es negativa, o sea, si el sistema no sirve, lo mejor es cerrar los juzgados y que cada cónyuge haga lo que considere oportuno con sus hijos, secuestros incluidos. Toda la vida el comunismo ha llevado mal la discrepancia. A Sira Rego, nutricionista de formación, afiliada al PCE y ministra de Juventud e Infancia, no le gustan las sentencias que confirman el maltrato psicológico por parte de Juana Rivas, y que conceden la custodia del hijo menor a su ex-marido, Francesco Arcuri. Ha alentado públicamente el incumplimiento de las resoluciones judiciales, y añade que «hay que escuchar al niño». Pero, alma de cántaro, ¿tú crees que el porrón de jueces, fiscales y psicólogos que han intervenido en el caso no han escuchado al menor? Quizá justamente por eso, porque le han escuchado, han decidido alejarlo de su madre.
Todo este asunto es de una perversión absoluta, porque puede parecer que defender el cumplimiento de las resoluciones judiciales equivale a proponer a Francesco Arcuri para el premio al mejor padre del año. Y no es eso, claro. Entonces surge otra duda, esta vez de orden moral. En vista del sufrimiento del niño por el maltrato psicológico y la manipulación obscena de la madre, y de las seguras consecuencias futuras sobre su salud mental, ¿cuál debería haber sido el comportamiento del padre? ¿debería haber renunciado, no sólo a la custodia de su hijo, sino a mantener cualquier contacto con él en vista de la actitud de Rivas? Como en el «juicio de Salomón», ¿debería haber cedido a la voluntad enferma de la madre para evitar partir al chaval por la mitad? ¿eso sería un acto de generosidad o de egoísmo? He aquí un dilema terrible, porque la vida nos va enseñando que, a veces, lo justo no siempre es lo mejor. Entre tantas dudas, mantengo la certeza de que, para un juez de familia, lo justo siempre es el mal menor.