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Del Comer

Por Jaume Santacana
miércoles 03 de marzo de 2021, 04:00h

Soy de aquellas personas humanas a las que les gusta comer; de aquellas a las que, comer, aparte de la función esencial, es uno de los motivos primordiales de su existencia. Por lo tanto, dejaré de escribir el verbo comer, así, a palo seco, para utilizarlo solamente junto a adjetivos calificativos que conforman una idea positiva del hecho: bien, majestuosamente bien, de manera fabulosa, con gusto y placer, con ilusión, con disfrute. Resumiendo: creo fundamental para el cuerpo y el espíritu humano la simple acción de comer bien, digámoslo así, de esta sencilla manera.

No creo que comer bien sea una posibilidad difícil, por mucho que una gran parte de la humanidad se empeñe en complicarse la vida. Y no me refiero, claro, a la penuria y la hambruna de un altísimo porcentaje de gente que, miserablemente, intenta sobrevivir, por vergüenza de la parte opulenta del planeta. La desigualdad social crece año tras año en la misma proporcionalidad que la falta de solidaridad de los países llamados ricos. Pero, vamos, que ahora no me voy a perder en un jardín de orden sociológico. Cuando hablo de comer bien me refiero, principalmente, a los ambientes occidentales, a los lugares donde, gracias a Dios (y a la injusticia del sorteo de nacimientos), se “puede” disfrutar de la ingestión de alimentos.

Soy de aquellas personas humanas que no comen para vivir, básicamente, sino que viven para comer. Comer bien, pues, es una de mis preocupaciones cruciales, uno de los motivos fundamentales de mi existencia, una de mis motivaciones vitales.

Vivo solo y, aun así, procuro no tan solo que siempre tenga un plato en la mesa sino que, además, este plato se cubra con manjares que sólo puedan ser divinizados por elogios fastuosos y brillantes. Debo decir que, en mis manjares diarios, el coste económico suele ser, casi siempre, moderado; como mínimo, acorde a mi pensión de jubilado que Hacienda, o sea, ustedes, tienen a bien asignarme.

El acto de comer es, sin ninguna duda, un acto sacro que requiere de su liturgia -convencional o no tanto-, de su parte de pensamiento cerebral y, como no, de una fe sin límites de ningún tipo (con la obligada excepción, claro, de los achaques físicos que cada uno de nosotros ostenta en su parte médico habitual). En el comer tiene que haber, siempre, una predisposición mental de una dignidad sin precedentes en otros actos rutinarios que la vida nos proporciona. En radios y televisiones se viene emitiendo un anuncio, últimamente, con un eslogan que reza: “coma rápido y fácil”: este delito debería figurar en cualquier código penal digno de ser criminalizado por una férrea censura o, en su caso, sentenciado por un alto tribunal con penas elevadísimas y consecuentes.

Por estas mis creencias íntimas, una de mis debilidades es comer solo; sin nadie a mi alrededor, con el sonido ambiente (sin hilos musicales) y, si puede ser, con el único acompañamiento de un periódico a la vista, centrándome en artículos de fondo o de opinión; jamás en noticias de actualidad puras y duras y normalmente negativas. Esto es lo ideal.

Durante mi larga vida profesional he tenido que soportar, en miles de ocasiones -casi a diario- las llamadas “comidas de trabajo”, la cosa más espantosa y ridícula del mundo. En algunos sectores, por lo menos, han tenido la deferencia de no empezar a discutir o negociar asuntos laborales hasta una vez pasado el postre: cuestión de educación. Así pues -aparte de tener que aguantar estas sesiones lamentables y otras con elementos simplemente sociales (amigos, familia, etc,)- mi gran fortaleza consiste en asistir a un restaurante con mi propia soledad y un periódico. Es lamentable no poder disfrutar correctamente de una comida deliciosa a causa de tener alguien al lado que te está dando la lata sin parar con temas intrascendentes o con parrafadas inconexas; familia incluida.

Escribo estas lineas después de haberme zampado -sólo acompañado de mi yo más querido- unas impresionantes cocochas de bacalao bañadas en una histórica salsita elaborada, solamente, con un divino sofrito de cebolla, ajo y perejil y una rociada de vino blanco. Todo este manjar regado con un Albariño fresco y afrutado. ¿Se puede pedir más?

Y ahora, por favor, calculen el precio de esta comida celestial; ustedes mismos, hagan sus cálculos: 1 cebolla, dos dientes de ajo, una cucharada de aceite de oliva, un pelín de harina, un vaso de vino blanco de mesa y... naturalmente las cocochas (4'24€) y las dos copas de Albariño consumidas (1'30 €), aproximadamente.

Ustedes sabrán que hacen...

P.S.

Por cierto, ¿saben ustedes que son las cocochas? Muy sencillo: la parte de la barbilla del pescado (generalmente bacalao o merluza), justo antes de las branquias; lo que en el cerdo equivaldría a la papada. Desprenden una deliciosa gelatina que las hacen la parte más jugosa del pescado. De nada.

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