El Gobierno de España y Aena minimizan las consecuencias reales de sus decisiones —pero eso no las disipa: son los ciudadanos quienes las sufren. La subida del 6,5 % de las tasas aeroportuarias que Aena impone a partir de marzo de 2026 —aproximadamente 68 céntimos por pasajero— se presenta como una "racionalización" necesaria para financiar infraestructuras y mantener calidad, pero callan que tras esa decisión, de la que ahora pretenden culpar al PP, hace perder competitividad a los aeródromos regionales de menor tráfico.
Ryanair no ha inventado nada: simplemente actúa según lo que más le conviene, obedeciendo a sus propios intereses. Si los aeropuertos regionales españoles son menos rentables que aeropuertos extranjeros donde hay estímulos y tarifas competitivas, es lógico y comprensible que desplace su capacidad.
La aerolínea irlandesa recorta un millón de plazas en la temporada de invierno —600.000 en la península y 400.000 en Canarias— y abandona totalmente aeropuertos como Jerez y Valladolid, además de reducir drásticamente su presencia en Vigo, Santiago, Zaragoza, Asturias, Santander y Vitoria.
Pero ni el Ejecutivo ni Aena lo reconocen. Prefieren criticar a Ryanair y restar importancia a su salida sosteniendo que la conectividad apenas sufrirá impacto, que ya se buscan alternativas, que la capacidad total incluso crece un 2 %, y que las tasas son “las más competitivas de Europa”.
Como resultado, su política de aumento de tasas mengua la oferta sin resolver el fondo del problema: la falta de visión estratégica en los aeropuertos regionales. Los ciudadanos del interior quedan atrapados en conflictos de relato: frente a una subida de tasas, la reducción real afecta plazas, destinos, puestos de trabajo y el tejido económico de provincias enteras. Y eso no se compensa con discursos ni consignas técnicas.
La aerolínea puede elegir libremente hacia donde volar, pero son la política pública y la planificación las que deben poner a disposición infraestructuras útiles, rentables, equilibradas. Ignorar esa urgencia solo traslada el coste al pasaje que ya no tiene alternativas —ni red de transporte complementaria, ni vuelos frecuentes— y lo adereza con indignación cuando encima se habla de “chantaje” o “malas maneras”.
El verdadero coste lo pagan los ciudadanos. Y ellos no hablan de tasas: sufren la pérdida de oportunidades de movilidad y conectividad aéreas.