Vuelve West Side Story con Gustavo Dudamel. Me traslada a 1964, cuando la vi de estreno en el cine Aribau, de Barcelona. Me sorprendió la música de Bernstein, entre Khatchaturian y Gershwing. 10 años más tarde disfruté con la versión de Carreras y Kiri Te Kanawua, dirigida por el propio compositor. West Side Story es una historia de siempre. La que dice que el amor rompe todas las barreras.
A finales de los 60 estuve en una casa que tenía Herbert Long en el norte de Tenerife y cenamos con Jeremy Robbins, el creador de la coreografía del éxito musical de Broadway llevado después al cine. Yo estaba entonces en medio de "El quinteto de la muerte" o Napoleón y el mito de Romeo y Julieta trasladado a los barrios de Nueva York. Me gusta la versión de Dudamel pero me sobran los aspavientos de Juan Diego Flores.
West Side Story me sigue pareciendo una obra extraordinaria; un mensaje de que la vida es posible aunque los Jets y los Sharks se sigan retando a muerte. Me encanta que sea Dudamel el que la ponga en actualidad. Un venezolano que demuestra que se pueden hacer milagros con la música desde dentro de una dictadura encabezada por un gorila impresentable. Mientras se siga representando, existe la esperanza de que todo se puede salvar y María podrá enamorarse de un joven que no es de los suyos, pero con quien comparte la condición humilde de la emigración.
Este es el mundo real. Lo demás es un producto falso surgido de las técnicas del odio. Siempre habrá un lugar para amarse, cantan los protagonistas. No es tan difícil encontrarlo. No es un mal momento par reencontrarse con West Side Story.