“No volveré a escribir sobre pieles muertas mientras alguien tenga hambre.” La frase, atribuida a Santo Domingo de Guzmán, tiene algo de profecía y mucho de incomodidad. No habla solo de prioridades, sino de un cambio de mirada. En tiempos en que escribir sobre pergamino era casi un privilegio sagrado, él prefirió el escándalo de la compasión al prestigio de las letras. Y siglos después, su declaración sigue resonando con la fuerza de una denuncia silenciosa.
Vivimos en un mundo que produce más alimentos de los que necesita. Los datos lo dicen: la Tierra puede alimentar con holgura a toda su población. Sin embargo, la realidad va por otro lado. Hay millones de personas que siguen pasando hambre, mientras toneladas de comida se desperdician cada día. La paradoja no es solo económica, es espiritual. Hemos conseguido que la abundancia conviva cómodamente con la escasez, sin que nos duela demasiado.
Hablar del hambre hoy no es sencillo. Ya no se trata solo de campos secos o cosechas arruinadas. El hambre del siglo XXI tiene rostro urbano, a veces infantil, otras veces envejecido. Habita en casas sin luz, en barrios invisibles, en colas de espera para alimentos básicos. No siempre se muestra en huesos marcados o vientres hinchados. A veces se disfraza de precariedad, de menús vacíos, de comida barata que llena sin nutrir. Es un hambre moderna, con nuevos disfraces y viejas heridas.
Mientras tanto, seguimos escribiendo sobre “pieles muertas”: temas nobles, brillantes, entretenidos… pero que poco tienen que ver con la urgencia del mundo. No se trata de dejar de escribir, de pensar o de crear. Se trata de recordar que hay cosas que no pueden esperar. Que el arte, la cultura, el pensamiento, solo tienen sentido si se arrodillan un poco ante la necesidad humana. Lo otro es puro adorno.
Lo grave no es que haya hambre, sino que hayamos aprendido a convivir con ella sin escándalo. Hemos convertido lo inaceptable en cotidiano. Y como no lo vemos, dejamos de nombrarlo. Pero ahí sigue: en el niño que no rinde en la escuela porque no desayunó, en el anciano que estira el contenido de una nevera vacía, en el inmigrante que guarda pan duro como si fuera oro. El hambre nunca es lejana. Siempre tiene una historia cercana que no supimos mirar.
Resulta inquietante que uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible más repetidos —“hambre cero”— sea también uno de los más incumplidos. No por falta de recursos, sino por falta de voluntad. Porque el problema del hambre no es técnico, sino ético. No es una cuestión de producción, sino de distribución. De justicia. De sensibilidad. De ese tipo de pobreza que no se resuelve solo con planes, sino con decisiones.
Frente a esto, uno podría pensar que no hay mucho que hacer. Que es problema de gobiernos, de instituciones, de economías globales. Pero lo cierto es que toda transformación comienza por un gesto mínimo: decir “esto no puede seguir así”. Y actuar en consecuencia. A veces será votar con conciencia. Otras, compartir con discreción. O simplemente, no callar cuando alguien piense que el hambre ajena no nos corresponde.
Santo Domingo eligió dejar de escribir sobre lo que no urgía. No porque despreciara el saber, sino porque había algo más urgente que iluminar: el rostro del que sufre. Y quizás hoy, en este mundo saturado de discursos, nos toque volver a esa decisión. No para abandonar lo que amamos, sino para recordar que ninguna palabra, por bella que sea, tiene valor si no sirve para alimentar de algún modo a quien más lo necesita.