Ayer fui a comer a un restaurante vegano. Era la primera vez que iba a uno de estos sitios. La comida bastante asquerosa. Unas tiras de batatas fritas aderezadas con kétchup picante y cebollas caramelizadas, de las que vienen en bote. Había una superabundancia de gordos, no sé si porque ese es el efecto que provoca lo que allí se come, o porque pretenden adelgazar. Me pareció un MacDonald’s sin carne, uno de esos sitios de comida basura adornada de una filosofía contemplativa y contestataria a la vez. Me sentí algo desplazado hasta que me resarcí comiéndome un helado en Melita.
A mi lado había una pareja lánguida que llevaba a un perrito en un cochecito. No era uno de esos para llevar a los bebés, sino uno especialmente diseñado para llevar animales. La dueña del local le hizo unas carantoñas a la salida, hablándole como se les habla a los recién nacidos. El perro iba de pie, como es normal, pues los perros andan desde que nacen y no necesitan estar acostados todo el tiempo. En los humanos no es así. Es un problema del tamaño de la cabeza y de la capacidad cerebral, que dificultaría el parto si se le da más oportunidad de desarrollo en el vientre de la madre. Es decir, vamos en el cochecito para ser inteligentes.
Esto me hizo pensar en que estoy en un mundo diferente, al que no pertenezco y al que todavía no he sido capaz de adaptarme. Imaginé la escena de Eisenstein, en el Acorazado Potemkin, cuando quiere simbolizar el avance de la Revolución con un cochecito de niño cayendo por las escalinatas del puerto de Odesa. Imaginé un nuevo cambio ideológico basado en la misma escena, pero con un perrito dentro del carrito. Me di cuenta de la sobriedad del artilugio, todo él de negro, no adornado con colores alegres, como supongo que estará el dormitorio del animal para no sufrir traumas psicológicos. O quizá duerme todavía con los padres y les dará malas noches con sus ladridos reclamando la comida o un mimito. Prometo que me vi introducido en un ambiente desconocido, un mundo paralelo que no está preocupado con lo que ocurre a su alrededor, que anda más pendiente de mantener la estabilidad de su núcleo familiar tan original que solo cabe en la mente de un vegano.
Son cosas de la era Acuario que no entiendo, me dije. Yo soy de la primavera del 42. Ni siquiera del verano, y estas cosas me cogen un poco a contrapié. El helado de Melita, vainilla y chocolate, me sentó bien. Después tomé un café, como para despertar de un sueño, y me puse a imaginar cómo serían las mañanas de la pareja, preparando al perro para llevarlo a la guardería y eligiéndole las chambritas para no desdecir de sus compañeros. Se me descorrió un telón y vislumbré una realidad oculta. Ahora la paternidad responsable exige un cursillo para estos menesteres.
Qué importan Puigdemont y Pedro Sánchez, y lo que pacten. Dentro de unos años, cuando estos modelos familiares se normalicen, esta generación de perros habrá ido a la Universidad, y aprovechándose de las ventajas de la Inteligencia Artificial, se graduarán en una materia importante. Se convertirán en ciudadanos responsables porque los hemos nutrido de todos los derechos. ¡A ver si mis hijos no van a tener las mismas oportunidades que los tuyos! Incluso alguno podrá llegar a ser presidente. El restaurante vegano me ofreció todas estas curiosidades.
La comida, una mierda.