Cuando mi señora me habla de ir a comprar a Santa Cruz, me entra un “come come” por los pies, que hace que hasta me cambie el ritmo cardiaco. La sonrisa desaparece de mi cara. Afloran los recuerdos de veces anteriores, y se me entristece el gesto. Y, no crean que es por bajar -o subir- hasta la ciudad de Santa Cruz de mis amores y mis recuerdos. Ni mucho menos. Eso siempre será un inmenso placer. Se trata de lo otro. Hablo de lo que motiva la visita: “ir de compras” al “centro comercial”.
Mi mujer y yo, solemos ir a comprar frutas y verduras al mercado de Nuestra Señora de África, y sin embargo eso no me produce el mismo efecto. Muy al contrario, me llena de orgullo y satisfacción -perdón por unir dos conceptos que alguien se empeña en hacer desaparecer- visitar este lugar de compras. Sus olores, la gente que lo lleva, el entorno, etcétera; todo me trae recuerdos de mi juventud. Bueno, todo no. El momento comida en “Nicomedes” no existía en mi juventud, y sin embargo me produce la alegría suficiente como para desear ir al Mercado.
Pero, cuando la propuesta es ir a comprar a secas, estando la nevera surtida, hablamos de otro enfoque. La visita será al Centro que hay en la Avenida tres de Mayo -no estoy seguro de que siga siendo ese el nombre de dicha Avenida-, más concretamente al que lleva ese nombre que todos conocemos. Perdonen, pero me da “corte” hacer publicidad gratuita.
Te tragas una tirada de kilómetros en llegar, te metes en un parking que después de gastar dinero en el centro, sabrás que tendrás que apoquinar -aún no has entrado, y ya te empieza a hervir la “mala milk”-. Y, comienza tu periplo en el edificio del centro comercial. 3 ascensores o una serie de escaleras mecánicas, te llevan al recorrido que te espera.
Primera visita, será en la planta de señoras. ¿Por qué es la planta de señoras? Porque allí ves a pocos hombres. ¡Casi ninguno feliz! Ella, va cogiendo prendas, al mismo ritmo que tus piernas van notando el cansancio. Primero te apoyas en una esquina, luego descansas las nalgas en algún mueble, pero enseguida notas que se mueve y que puedes generar un “estropicio”, por lo que desistes. Ella sigue cogiendo ropita: ¿te gusta esta camisa? Di que sí y sonríe, de lo contrario te pondrá mala cara. Y tus pies comienzan a enviar a tu cerebro señales de un agotamiento fatal. ¿Te sientas en los peldaños de las escaleras? No se puede, no paran de moverse. Apoyas el codo en otra estantería y ¿se te acerca un camarero? No, ese grupo de profesionales están en la última planta, muy lejos de quien te va a preguntar por cómo le sientan los pantalones que ha elegido. Quien se te acerca es un vendedor o una vendedora para saber si te puede ayudar -cada día esta posibilidad de ha ido diluyendo en este centro comercial, se ve que han cambiado de técnica formativa para su personal-. Le comentas que estás cansado de estar de pie, pero no surte efecto alguno. Todo lo más, te pueden sugerir una visita a su cafetería. Pero es que yo tengo -se espera que sea así- que estar en esa planta junto a mi pareja. Ya me lo dijo el cura: hasta que la muerte les separe. No recuerdo que mencionase a nadie más.
¡Que complicado lo ponen en este centro comercial! ¡Y que fácil sería la solución! Sobre todo para los acompañantes pasivos. ¡Los que han de esperar!
Fácil, sí. ¡He dicho fácil y me mantengo en ello! Bastaría con poner unos silloncitos cerca de los vestidores o estratégicamente colocados por toda la planta de señoras. Me han leído perfectamente. He escrito silloncitos y en plural; donde quienes no vamos a comprar, pero si tenemos -o nos apetece- estar con quien si lo va a hacer, podamos esperar pacientemente y responder desde la tranquilidad que aporta el descanso, a las preguntas que se formulan quienes desean saber si les puede ir bien esa u otra prenda de vestir.
Si pensaran desde un punto de vista estratégico-comercial, ya hubieran tomado en serio esta propuesta que en más de una ocasión -cada vez que les visito- he trasladado al personal del Centro en cuestión. Y, ¿Por qué razón hablo de oportunidad para el centro? Sencillo, y creo no hablar solo de mi pareja. Ella no compra tranquila, no compra lo que quiere, cuando compra no se siente feliz y, en definitiva, no disfruta comprando. Cada vez que vamos, tiene una voz unida a una mirada, que le invita a apresurarse a comprar. Y donde, posiblemente, compraría dos o tres cosas, solo comprará una. ¿Por mi culpa? Si se fijan bien en este escrito, verán que es más culpa de quienes rigen este gran centro comercial, que mía o de quienes actúan como yo. No nos confundan, no es mala fe por nuestra parte; es, simplemente, cansancio de estar de pie, mirando al suelo o buscando algún sitio donde apoyarse.
Varios silloncitos, colocados por toda la planta, darían con la solución perfecta. Podrían, incluso, crear el lugar del “observador subjetivo” y colocar los asientos de forma que parezca que se asiste a un pase de modelos, donde quien desfilara fuera la pareja a la que se acompaña y sobre la que se emitirá un veredicto pero -insisto- desde la comodidad. No es necesario poner café, todo lo más, algún catálogo de lo que les interese vender y será suficiente para dar solución sencilla a este tema. Por poder, podrían hasta ponerle precio al sillón o sillones de varios modelos y la indicación de que en la planta X, se podrán encontrar más modelos de esa maravilla. ¿No estamos en un centro comercial?, pues sean vendedores y vendan, también, sillones y la facilidad para comprar.
Ah, y por favor, no me vengan con lo de las medidas “covid19”, para “cargarse” esta idea-sugerencia. Si hay que traer un plástico desde casa para no tocar el sillón, no hay problema alguno: Se lleva.
En días pasados visitamos estos grandes almacenes. Mi señora se quedó en la planta que le apetecía y a mí me mandó -sugirió con cariño- que aprovechara a comprarme un chaleco. Le hice caso. Subí a la planta de caballeros -sea o no lo sea, es la que me toca- y me dirigí, como siempre, a la zona de tallas grandes -la podrían denominar tallas para gordos, pero son muy discretos en este centro-. Llegué, pregunté, elegí, me probé y pagué en un tiempo no superior a los diez minutos. Y, dentro de ese tiempo, me sobró para charlar con el personal del punto de ventas, sobre esto que escribo.
¿Qué pasó después?
La historia volvió a empezar. Tocaba retomar lo de montar la guardia y volver a medir el perímetro de la planta de señoras. Podría haber ido por la zapatería para probarme zapatos al tiempo que descanso sentadito, pero no estaba seguro de hacer lo correcto, porque no los necesitaba. Esto es lo que vivo cuando compro acordándome de Inglaterra. Ya hablaremos otro día de Suecia, que también tiene su tela que cortar.
¡Sillones!... Perdón, ¡Silloncitos!