No se recibe bien hablar de límites. No todo se debe hacer. No todo se puede hacer. Existe el delito, existe la culpa o la responsabilidad de nuestros actos. Hay límites para la libertad de expresión, al menos éticamente.
No son pocos los que aceptan, sin reflexionar al respecto, que la libertad de expresión es la capacidad de decir cualquier cosa. Todo derecho humano tiene su deber humano adyacente. Al menos el correspondiente a respetar el ejercicio del derecho en cuestión a otras personas. Pero poder hablar no significa que lo que digamos esté bien porque lo podamos hacer. Entre el poder hacer algo y el deber hacer algo, está la deliberación racional y la riqueza de la inteligencia de las personas. Ya sabemos, al menos en el ámbito bioético, que no todo lo técnicamente posible es éticamente aceptable. Lo mismo ocurre con la libertad de expresión.
Yo no tengo derecho a mentir. Tengo derecho a callar, a no responder, a guardar silencio. Pero la mentira no tiene derecho. Yo no tengo derecho a engañar. Yo no tengo derecho a dañar, por acción u omisión, a otra persona. En estos espacios soy sujeto de deberes. La libertad es el poder de obrar o de no obrar y de ejecutar así, por sí mismo, acciones deliberadas. La libertad alcanza su perfección, cuando está ordenada al bien.
Como de todos los derechos de las personas, el Estado ha de garantizar su ejercicio y procurar su promoción. Y como la libertad caracteriza los actos propiamente humanos, y hace a la persona responsable de los actos de que es autor voluntario, el Estado debe promover en este ámbito también el bien común. Esto no es censura, es esfuerzo por garantizar los derechos de todos. La censura es la limitación de un derecho por parte del Estado, y dista mucho de lo que estamos diciendo.
El ejercicio de la libertad no implica el pretendido derecho de decir o de hacer cualquier cosa. Puedo criticar errores por negligencia o irresponsabilidad, puedo criticar incoherencias de quienes han dicho y hecho cosas diferentes, puedo señalar atentados contra el patrimonio público y corrupciones más o menos manifiestas, pero debo hacerlo desde la verdad. No puedo ejercer mi derecho de libertad de expresión mintiendo o atentando a otros derechos ajenos tan inherentes como los míos.
Limitar la libertad de expresión es una intromisión inaceptable la limite quien la limite. Ahora, debemos comprometernos a que nuestras expresiones, libremente expresadas, respondan a la verdad y al bien común. La mentira es mentira, la diga quien la diga. Como la verdad es verdad, aunque la queramos tapar y ocultar con la manta de cualquier interés particular.
Me gusta recordar aquel consejo de un veterano del acompañamiento que dice así:
«Lo que no es bueno, dilo a quien lo deba saber o a quien lo pueda corregir». Lo que no busca el bien de todos, no busca honestamente el bien de nadie.