No entiendo lo que sucede en el mundo, no entiendo los principios que sostienen y dirigen algunos comportamientos de sus mandatarios, no entiendo pugnas, competencias, tampoco ambiciones cuando se multiplican con tanta intensidad y violencia que son capaces de producir dolor antes, sangre durante y muerte al final de sus decisiones.
No entiendo nada, y es grave que no entienda, porque tengo edad suficiente para hacerlo e ilustración -no demasiada- pero sí la necesaria para leer o escuchar noticias y discriminar si son buenas, regulares o malas.
No entiendo lo que se publica, los que se difunde, el modo en que se hace, no entiendo los hechos que se priorizan, las modas, las costumbres, el valor de ciertos comportamientos, la ausencia o el silencio de algunos, las conveniencias de otros.
Y me agobia no entender, me afecta la impotencia que representa concluir que lo que no entiendo viene siendo ininteligible desde que me acuerdo, y me nacen ganas de rebelarme, y me rebelo, y no entiendo que eso no sirva para nada.
Pero de pronto sucede algo que remueve las dudas y concluye sumergiéndome en un mensaje hipnótico, que revela que no entiendo porque soy torpe, sin lucidez para encontrar respuestas, precisamente porque las preguntas están equivocadas.
Descubrir gente que no necesita entender, con certezas dictadas por necesidades ajenas, que reparan a fuerza de latidos, con estímulos gobernados por el corazón, y la voluntad regida por esa parte del cerebro que maneja la compasión, promociona la salud y la alegría del vulnerable, desplazando a un segundo término a la conciencia que exige explicaciones para empezar a actuar.
Todo eso fue revelador, ver preocupación por los demás, el milagro de la multiplicación de los panes, la fuerza de la acción mancomunada, a pesar de los pesares, actuando en silencio, sin publicidad, siempre frente a la necesidad desnuda, para vestirla de amor y manos tendidas.
Eso fue lo que me sucedió, en la "inauguración" del Merendero Mónica Bifarello, de la ciudad de Las Parejas, provincia de Santa Fe, República Argentina, donde una mujer excepcional a la que hoy le agregamos apellido: Marta Acosta, rodeada de otras mujeres excepcionales, otean el horizonte persiguiendo fragilidades desde una nueva casa.
He escrito ya en este medio de Marta, quien me fuera presentada por N, una persona sensible.
Tanto me atrajo lo que me contó que me acerqué para ver lo que estaba haciendo junto a un grupo de entusiastas, cuyas filiaciones tuve que conseguir haciendo trampas, pues no quieren verse en otros lugares que no sean sirviendo o ayudando, para que decenas de niños vulnerables lo sean menos.
Eva, Jorgelina, Eliana, Andrea, y quien me "filtra" los nombres, Rita, que me pide no aparecer en la lista porque "solo ayuda con los traslados de mercadería, pero el trabajo duro es de ellas."
Acostumbrado a lo de siempre, al egoísmo que se refleja en titulares, no imaginé con lo que me encontraría, un grupo de almas generosas que llegan a lugares donde la asistencia oficial no llega, porque no pueden o quizás no quieren aquellos que estarían obligados a poder y querer, en definitiva encargados de velar por el bienestar de la población.
Llegue a esa casa "inaugurada" hace una semana de la mano de Natalia, la N de las tres sílabas que inspiró el artículo "¿Quién es Marta?", y allí estaban ellas, para mostrarme, como si yo fuese alguien para ser tenido en cuenta, el lugar donde dónde prepararán las futuras viandas, el sitio destinado a ser aula, los espacios que van a complementar el que hasta ahora había sido utilizado, la propia casa de Marta.
Un hogar nuevo para tanta "familia" necesitada de atención gracias a la aparición afortunada de un buen señor cuya documentación atestigua poseer un visado especial para acceder al cielo.
Antiguo compañero de colegio de Marta, conocedor de sus valores, le cedió el uso de una vivienda para instalar allí lo que pronto va a abrigar risas, provechos y alegrías.
No tengo permiso para decir su nombre, por las dudas, no lo voy a decir, me voy a amparar, por una vez, en el "supuesto", adjetivo en el que se amparan los que no quieren enfrentarse a las consecuencias legales por revelar secretos.
¿Cómo hurtarlo?, si es que merecería ser reconocido hasta por las piedras? El "supuesto" donante, Sergio Carlachiani, es tan supuesto, que además asume los gastos de electricidad y servicios de agua.
No vi ninguna placa en el entorno, ninguna de esa en las que los "próceres" se regalan honores en muchas ciudades por haber puesto una farola, o mejorado un alumbrado o una calle que debían haber reparado en silencio, porque en el cargo y en el sueldo llevan la obligación de hacerlo.
No, don Sergio, tampoco doña Marta, tienen estatuas, calles, pasajes o glorias que vayan a poder dejar a sus descendientes, de momento.
Me emocioné frente a personas genuinas, contagiadoras de anhelos para conseguir alimentos, tocar puertas, y multiplicar gratitudes, para agradecer a la gente que responde y constatar que la comunidad participa conjugando todos los tiempos verbales de verbo ayudar.
Redundante en entusiasmo, al ver la participación ciudadana, aquella explosión de altruismo, me dirigí a la Municipalidad, para comentar el asunto con el Intendente, para ver si el contagio virtuoso había llegado a la institución, porque hacen faltan permisos, cumplimentar exigencias administrativas, implicación del poder político en una misión que no lo es sino humanitaria.
Me atendió una funcionaria porque el responsable estaba reunido, le expliqué los motivos de este nota, y seis días después decidí redactarla, intuyendo que sigue reunido.
A diferencia de los que mandan, Marta y sus valientes mientras están reunidas cocinan, sirven, piden, compran, llaman, encargan. Todo muy sorprendente. ¿Se puede entender?