Sobre la profesión de odontología hay mucho que decir y que aportar. El cine, en las películas de western, ya nos ilustraban de qué iba la cosa cuando, con un chorro de whisky, y del barato, te quitaban una pieza dental que dolía… si es que acertaban a la primera con la que estaba dañada.
Yo tengo ahora, sesenta y cinco años y desde los once, estoy visitando las consultas de estos especialistas. Mi madre, en su momento, me llevó para que me solucionaran un aparente problemilla que hacía que un diente se fuera montando sobre otro. El doctor que me trató en aquella época, optó por un artilugio que consistía en un hierrito que empujaba el diente a su posición natural. Este alambre se sujetaba en otra pieza que iba alojada en el cielo de la boca, lo que conseguía que me saliera, al menos en sus primeros dos o tres meses, un acento afrancesado que no sé ni cómo escapé del cachondeo en aquel colegio mío -El Quisisana-. Puede que fuera porque en realidad era buena gente, o porque para salir al recreo me lo quitaba y así pasaba más inadvertido. En cualquier caso, y a lo que iba, desde ese momento, mis idas y venidas a la consulta de estos doctores, era continua. Ya no solo para revisar el corrector bucal, sino para los empastes. Aún tengo aquel ruidito metido, en el rincón de guardar los sonidos, de mi cerebro.
He pasado por las consultas de muchísimos dentistas. Soy de los que ya sabe escoger el tipo de anestesia que mejor me va. De hecho, hasta una simple limpieza bucal, no es posible practicármela sin anestesia. Pero no la del espray. No, esa es la que pido que usen para que me apliquen la del pinchazo. ¿Pero, hombre, para una simple limpieza de boca? ¡Si quiere que abra, anestesia! Me considero un “anestesio-adicto” Aún, hoy en día, no se le ha hecho el debido reconocimiento al Dr. Horace Wells, quien en 1844, descubrió ese gran tranquilizador de “pacientes cagaleras” como lo es un servidor. Jamás he visto un cuadro con su foto en ninguna de las clínicas por las que he pasado. Y, créanme, señores y señoras dentistas; su gremio, le debe mucho a este personaje de la historia. Se lo dice un paciente profesional que sin ese descubrimiento, serían muchas menos veces las que me verían sentarme en sus aerodinámicos y robotizados sillones. Los sillones, esa es otra. Parecen cómodos, pero una vez que te acomodas en ellos, es como si viniera el “doctor gadget” y te atrapara entre sus brazos. Bandeja con aparatos que solo sabemos reconocer quienes hemos pasado por allí y sabemos de su ruidito, de su dolorcito y de sus opciones de torturas. Ese foco, que cuando lo encienden, empiezas a reconocer que tú fuiste en que estaba involucrado en lo de Manolete -q.p.d.- Y, el espacio para enjuagarte la boca y llenar de babas tu camisa, y todo lo que esté alrededor. Pero, ¿para qué me dicen que me enjuague, si no puedo asegurar que esté saliendo líquido de mi boca? ¡Que me la tienen anestesiada!
Toda esa parafernalia, conforman un decorado en el que según te vas adentrando, empiezan a flaquearte las piernas y las frases te salen entrecortadas. Una vez me dijo un odontólogo alemán: Usted es más cobarde que su señora. ¡No le contradije! Solo me acordé del chiste y alcancé a decirle: “Vamos a no hacernos daño, doctor”. Él no lo entendió y se lo tuve que contar a un alemán que hablaba poco, pero entendía el español. Solo le escuché un escueto, “je”, que le salió como parte de su resignada respiración. ¡Ponga más anestesia, doctor! –Yo necesito conocer donde le duele. Jamás me alegré tanto de que el buen señor, alcanzara el objetivo de su jubilación. Desde entonces, y ya son muchos años, vengo visitando en mi Orotava, la misma clínica -Dr. Preckler- en la que me enrolé desde aquella experiencia. Su apellido parece extranjero, pero es del terruño y, además, escolapio. Eso le da un sello de calidad a valorar, al menos, por mí. Marian, que así se llama quien controla la parte de asistencia e intendencia, ya se encarga de exponer mi perfil a las nuevas profesionales que se van adhiriendo a trabajar en este espacio médico de La Villa y ante quienes voy abriendo mi cavidad bucal como si fuera el capó de un coche. ¡Caramba que coincidencia!, cada vez que abro, ambas compuertas, encuentran un nuevo daño a ser solucionado. ¡Para cuando la asistencia médica odontológica en la Seguridad Social! Y, no me refiero, únicamente a la extracción de piezas, que ya no sé si es por el efecto recaudatorio que nuestra administración suele presentar, pero visitar a un dentista, en lo público, supone salir, casi con bastante seguridad, con un diente menos.
Otra de las características que se presentan ante nuestros sentidos y que produce ese run-run en el estómago, es el concierto de ruiditos que oyes desde la sala de espera. Esa mezcla entre los gemidos contenidos de los pacientes, mezclado con el zumbido de lo que parece un taladro -a los pacientes cobardes, es lo que nos parece- unido al olor característico de toda la asepsia con la que se trabaja en estos despachos, produce esa “jiribilla”[1] que consigue el que nos aflore la amabilidad y permitamos entrar a quien haya llegado más tarde. ¡Pase Usted, por Dios!
Hoy en día, afortunadamente, las cosas han ido cambiando. El temor persiste, la inquietud permanece, el sobrecogimiento sigue haciendo de las suyas; pero, ahora, el uso de la anestesia ya no se mantiene tanto en un tercer escalón en cuanto a las técnicas de actuación. He llegado a leer, que ahora hay protocolos para la sedación a la hora de determinadas actuaciones. Creo que se llegará, en algún momento, al “nirvana” de nuestro paso por la consulta odontológica. Siempre he pensado que este tipo de visita debería realizarse en dos tiempos: la primera asistencia debería ser solo para la valoración cualificada por parte del sanitario. En esta sesión, no haría falta anestesia, sino valor y paciencia para no dar un salto cuando te hagan el presupuesto. Una limpieza, dos extracciones, tres implantes, material e infraestructura y una palmadita en la cara por haberse portado bien. La palmadita, no la cobra casi ningún dentista, aunque hay determinadas clínicas que de alguna manera tendrán que cuadrar los números para abonar la publicidad en televisión. Así que aunque no se vea dicho concepto, cuidado, porque puede que se esté cobrando.
La segunda asistencia para ese edén que yo anhelo, sería cuando llegas a la consulta, firmas el consentimiento informado y pasas a una camilla donde te hacen contar hacia atrás y cuando despiertas tienes la sensación de que “Hulk” se ha sentado sobre tu cara. ¿Qué tal doctor? ¿Pudo hacerlo todo? –Descuide, todo ha salido a pedir de boca. Ahora deberá estar un par de días sin masticar mucho y vuelva dentro de un año para revisión. En secretaría, le darán fecha y la factura -creo que ya, ningún dentista, se plantea aquello de con o sin factura- Así habría acabado la visita “tipo” para perfiles de pacientes como el mío. ¿Tomaron nota, o se lo repito? ¡Grande, Horace Wells! ¡Un Amigo! ¡Un hermano!
[1] Jiribilla, En canarias significa desazón, inquietud, o lo que es lo mismo, un “hierbe, hierbe” en el estómago