¿No les parece que estamos soportando un exceso de información sociopolítica que nos está haciendo sentir un hastío hasta el punto de desconectar cuando comienza un discurso o una información al respecto en los medios? No es que no sea importante conocer la situación –que lo es-, pero, también es como cuando abusamos de los dulces, que terminamos un tanto empalagados. En todas las situaciones posibles en las que podamos vivir, siempre hay aspectos negativos como los hay positivos. Considero importante subrayar también los aspectos positivos en la actual situación. No estoy seguro que a todos los lectores les parezca positivo el comentario de hoy, aunque para mí lo sea.
Uno de los puntos del discurso político que se subraya reiteradamente, a cada rato, en unos medios y en otros, con valoraciones enfrentadas, es la declaración de uno de nuestros vicepresidentes del Gobierno de España que citó el Art. 128.1 de nuestra Constitución que afirma: «Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general». Es el artículo que busca el equilibrio entre el derecho a la propiedad privada y el bien general de todos. Es lo que se conoce en ética como el destino universal de los bienes de la tierra.
El destino universal de los bienes aparece como una constante en la tradición doctrinal de la Iglesia. A partir del Concilio Vaticano II el destino universal de los bienes adquiere relevancia principal y antecede a la defensa que se pueda hacer del derecho a la propiedad privada, en cuanto que se subordina a aquél. (Gaudium et Spes 69-71)
Pablo VI, en Populorum progressio afirmaba que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho absoluto ni incondicional -todo hombre tiene el derecho a encontrar en la tierra lo que necesite para su subsistencia y su progreso-, de lo que se siguen como consecuencias que el Estado podrá expropiar con condiciones, que no es lícito evadir capitales por mero motivo de lucro, ni usar a capricho la renta disponible, ni realizar especulaciones egoístas (22-24). El mismo San Juan Pablo II, en Solicitudo rei Socialis señala que sobre el derecho legítimo de la propiedad privada grava una hipoteca social (n. 42).
Este principio doctrinal que nace de la experiencia de una sana lectura del Evangelio puede iluminar la convivencia social o puede convertirse, a la vez, en espada de división. Suele ser así todo lo que nace del Evangelio. Es bueno que cada uno posea lo necesario para vivir y que esté en posesión del resultado de su esfuerzo y creatividad. Es legítima la propiedad privada y es un derecho humano fundamental. Pero no es absoluto. No vale el que “ande yo caliente, ríase la gente” que invita a que cada uno se preocupe de sí mismo olvidando que somos un cuerpo social y mutuamente interdependientes. Es también legítimo que lo que yo poseo sirva al bien de todos. Pero este hermoso principio que nos sitúa por encima de la ley de la selva se polariza de tal forma que, o se hace una defensa férrea e insolidaria de la propiedad privada y de las iniciativas sociales, o se hace una defensa férrea de la socialización de las fuentes de producción impidiendo la iniciativa social en cualquier ámbito de la vida social. Y convertimos en espada de división por ser incapaces de reconocer lo sano que es el equilibrio.
Si lo que tengo solo me beneficia a mí, lo que tengo no es bueno. Si no puedo tener nada, la situación social no es buena. Esto se puede escribir en una constitución, pero sin la mística de la solidaridad y del amor, es puro mito y fuente de confrontaciones ideológicas. Y es una pena.