“La amnistía, la Constitución, el fin y los medios” es el título de un artículo que hoy publica en El País la catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, Ana Carmona Contreras. Ya he leído en los últimos días opiniones parecidas. Se trata de establecer dos premisas fundamentales e imprescindibles: la manifestación palpable de que no se van a cometer los mismos delitos por parte de los amnistiados, y que el acuerdo sea avalado por una amplia mayoría de la cámara. Ninguna de estas cosas parece que vayan a conseguirse. Pese a todo, los interesados anuncian a bombo y platillo que todo saldrá tal y como tenían previsto y en un tiempo récord.
Hemos escuchado desde hace un tiempo que España se rompe. Es un mantra repetido con la misma insistencia con que se acusa de catastrofista a los que lo dicen. España no se rompe. España seguirá siempre ahí. No es tan fácil de destruir. Lo que se rompe es el sistema. También se rompen la convivencia y el entendimiento político, pero éste lleva hecho pedazos desde hace muchos años.
El rey Felipe VI dijo en la entrega de los premios Princesa de Asturias que con la división no se consigue nada. No creo que alguien estuviera dispuesto a hacerle caso. Cada español piensa que debe respetarse su principio ideológico y hasta moral, aunque, en el fondo, todos desearían superar la fase de los desentendimientos para retornar a la reconciliación de 1978. Este es el problema: debatimos sobre la constitucionalidad de asuntos cruciales en la vida política huyendo cada vez más del marco de concordia que nos dimos en la Transición.
Ya sé que hablar de Transición no es un valor seguro, que después de la Ley de Memoria Democrática ha pasado a ser un concepto revisable, y ahí está uno de los principales motivos de la crisis por La que estamos atravesando. Anoche estaba viendo en la tele un programa sobre la Guerra de la Independencia. Era la demostración de la reacción de un pueblo descabezado ante las pretensiones de un invasor. Este podría ser un buen símbolo de la unidad nacional, pero fue demasiado utilizado por la derecha para que ahora pueda ser considerado como un valor positivo.
No todos estaban de acuerdo, pero se aprobó una Constitución en Cádiz, Agustina de Aragón era de Barcelona, y Goya, que retrató los horrores de la guerra, era un afrancesado. Me gusta ir al Prado para ver a España pintada al óleo. Me estremece igual ver los fusilamientos del 2 de mayo que el de Torrijos y sus compañeros en las playas de Cádiz. En 1808 moría gente en las praderas de Madrid por oponerse a la invasión revolucionaria, y casi 30 años después otros españoles eran asesinados por luchar contra el absolutismo. Es la misma España, contenida hoy en un museo para helarnos el corazón. Hace poco estuvimos allí y Mary lloró viendo a Velázquez. También vimos la pintura romántica y dramática del siglo XIX, llena de lutos y de entierros.
Me subyuga este país que se arremolina en torno a los ataúdes y parece querer resucitar de entre la podredumbre. Es la España de Larra. Leo a Pérez Galdós y me fascina. No sé dónde podría encajar en ese tiempo a la época que ahora estamos viviendo. Nuestra fortaleza está en esas novelas y en esos cuadros. Escribir un dictamen sobre la constitucionalidad de una medida es muy aburrido. No veo yo un argumento posible extraído de esa discusión. El drama que sufrimos es la extraordinaria vulgaridad de los acontecimientos. Con esto solo, sería imposible llenar una pared del museo. No merece la pena.