Muchas naciones que padecieron los desastres de la Segunda Guerra Mundial, todavía convalecientes de aquellos horrores, se reunieron en París para proclamar, ¡al fin!, un logro significativo en la historia de la humanidad: el reconocimiento de los derechos fundamentales de todas las personas del mundo.
De tal forma, el 10 de diciembre de 1948, los presentes en la Asamblea General de las Naciones Unidas, dieron por buena, con unanimidad de votos afirmativos, la Resolución 217 A (III) donde consta uno de los documentos más trascendentes desde que existen las palabras: la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Posteriormente, los estados miembros de la ONU que no lo habían apoyado porque estuvieron ausentes, o todavía no existían como tales, se fueron adhiriendo, reconociendo su importancia y comprometiéndose con los principios y valores establecidos en el documento.
La Declaración Universal consta de un preámbulo y treinta artículos.
Lo que va delante, como enseña su etimología latina, que en este caso en vez de a andar nos invita a leer, expresa, en cinco considerandos.
“Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad y derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana.
Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias.
Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión.
Considerando también esencial promover el desarrollo de relaciones amistosas entre las naciones.
Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad.”
Luego llegan los artículos, siendo el primero que se enuncia quien define, simplifica, y comprende a los restantes: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”
No se puede decir tanto de forma mejor, una verdad aprendida y repetida en todos los idiomas, expresada en tradiciones, religiones, glosada en mandamientos y premiada con el paraíso de los buenos comportamientos.
Los gobernantes, que expresaron su apoyo al documento, que lo difundieron con orgullo para que todos se enterasen de sus convicciones respetuosas, sabían que la Declaración no es un tratado vinculante.
Refrendarlo no generaba obligaciones, vulnerarlo, si acaso, podía propiciar reproches, a no ser que posteriormente adhiriesen a otros tratados donde se juzgarían cuestiones políticas, civiles, económicos.
Desde su publicación no ha pasado un solo día sin que sea traicionado algún artículo, como el segundo, que asegura: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.” O el tercero: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.”
¿Dónde quedó abandonado el décimo cuarto?: “En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de asilo en otros países”, ¿dónde el vigésimo sexto?: “Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental, que será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada, el acceso a los estudios superiores será igual para todos..."
Un candidato que hoy se presenta a las Elecciones Presidenciales de la República Argentina promete incumplirlo, sin importarle las consecuencias, porque en realidad no las verá llegar.
La historia reciente recoge las advertencias de las Naciones Unidas cuando considera ciertas transgresiones, las denuncia, hace un seguimiento y las condena, la mayoría de las veces con palabras, que pocas veces se convierten en acciones cuando los malhechores y genocidas son “tiranosaurios” de países recónditos.
Con el resto, con los que tienen banderas o uniformes con colores poderosos, le basta crear comisiones de investigación, a veces sanciones económicas, que se imponen con la mano derecha del que las firma y se cancelan con la mano izquierda de quienes no las cumplen, a menos que los gobernantes sean de Zimbabue, Sudán, Corea del Norte, Siria, o Myanmar, o se llamen Robert Mugabe, Omar al-Bashir, Bashar al-Assad o el “prócer” del este asiático Kim Jong-un. ¡Sanciones económicas y la imposibilidad de viajar!
Si los malos fuesen juzgados en el Tribunal Penal Internacional, las crónicas que leemos todos los días serían diferentes, no saldría gratis matar inocentes en ofensivas irracionales, bombardear como castigo, luchar para que desaparezcan los unos o los otros, llevándose por delante a los del medio. Eso representaría un delito flagrante, aquel que viola a la madre de todos los principios, el que haría innecesaria a las madres de todas las batallas: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”