Desde hace casi tres años, tiempos de restricciones y pandemia, disfruto de la amistad de una persona que vive en la ciudad de Córdoba, situada en el corazón de la República Argentina.
Sus límites de ríos y montañas están ocupados por gente amable, que habla con una música especial, como si en vez de comunicarse para explicar o responder preguntas estuviese cantando.
Justo allí vive mi amigo, al que conocí a través de un programa de radio cuando el conductor del mismo señaló que estaba “promocionando” una exposición de pintura y compartió un número de teléfono donde se ofrecía parte de su obra.
Como no soy lerdo para los asuntos cuando veo provechos posibles -otra cosa no, pero interesado sí que soy- apunté aquella referencia.
Tras ponerle el signo más, que corresponde al doble cero antes del 54 de la característica del país, le mandé un mensaje, manifestando curiosidad por sus creaciones.
El intercambio de correspondencia permitió, a lo largo de meses, que nos fuésemos conociendo, más yo a él que él a mi, porque soy pertinaz escondiendo historias y defectos, en cambio tengo una desarrollo especial para que mis interlocutores me cuenten cosas.
También debería decir que me gusta escribir más y me importa menos molestar que a mis corresponsales.
Con tantas ideas y vueltas de letras intentamos soportar el aislamiento y las restricciones impuestas, rodeado, él, por un mar de cerros y tierra fértil, y yo por otro de olas y mareas, hasta que un día nos encontramos en una sala de exposiciones.
Descubrí que, además de pintar, escribía, que atesoraba novelas inéditas, y una vida intensa en las que rozó, o se sumergió, en situaciones enriquecedoras, a las que no le concede importancia a pesar de que podrían servir para que otras personas aprendiesen.
Pero de eso ne me deja hablar, sí de sus manuscritos, uno de las cuales me entregó para ver si podía conseguir editor en Canarias, también de su pasión por el ajedrez.
Le escuché decir, varias veces, que le hubiese encantado jugar una partida contra Jorge Luis Borges, supongo que nunca se lo propuso.
Desde hace tiempo lee las columnas que se publican en este medio, y sus opiniones o juicios suelen ser certeros, medidos, nunca me trató -podría haberlo hecho-. de indocumentado.
En una de sus últimas reflexiones, donde abundaba en aspectos de cultura y amistad, me desafió a una partida de ajedrez, oferta que acepté, sabiendo que le impondría condiciones leoninas para manchar su expediente de victorias con una derrota considerable.
Tenía muy claro que apelaría a todos los recursos para humillar a su rey, todo un logro teniendo en cuanta que mis conocimientos se limitan a saber que los alfiles se mueven en diagonal, que los caballos son indecisos en sus galopes porque quiebran a último momento sus derivas, y que la más empoderada del tablero, como debería ser en la vida, es una mujer, la reina, que se lleva por delante, con autoridad y decisión, todo lo que encuentre en su camino con pretensión de hacerle daño.
Acepté a participar en el juego que, según los que saben, enseña, desarrolla, multiplica, ejercita la memoria, activa las neuronas, nos hace menos vulnerables a enfermedades, nos ocupa la mente con cálculos y probabilidades y no deja espacio, es más los espanta -esto lo digo yo que soy exagerado- temores, rencores, rabias, venganzas.
Mis meninges, repleta de todo esto, demuestra que debería haber jugado más al ajedrez.
Haciendo abstracción de mis ignorancias, dije sí, imponiendo condiciones, todas redactadas en primera persona: que me dejase jugar con blancas, me permitiese hacer trampas y me diese tiempo, entre cada movimiento, para recurrir al mismísimo “Deep Blue” y de ese modo poder ganarle.
Con todo acordado le lancé mi primera provocación, una especie de guantazo apuntando a la nariz, en el centro del rostro y del cuadrilátero: P4R, escrito así, con alfabeto de nomenclatura antigua.
Un minuto después de mover el peón comencé a reprochar mi insensatez, me llevaría demasiado tiempo estudiar las mejores posiciones, estar a la altura del envite, así que demoré medio minutos más en empezar con las trampas, invitando a otro amigo, ex campeón de otra provincia argentina, para que me suplantara.
“Buenos días Jorge, probablemente te sorprenda este mensaje. Estoy lejos de casa y la conexión me impide explicarte muy bien los motivos del pedido que te voy a hacer. Necesito ganar una partida de ajedrez con un lector que me desafió y a quien le dije que utilizaría todos los recursos posibles. No me atrevo con mi segundo movimiento. El primero que hice fue P4R, y él hizo lo propio.
Si aceptas, por favor, me mandas la jugada y si no lo haces no pasará nada, este mensaje se autodestruirá en 3 minutos, por las dudas pon el teléfono en el congelador. Otra cosa, si aceptas te vas a divertir, también te permitirá conocer a una persona especial.”
Accedió encantado y la partida generó un encuentro virtual donde participaban teléfonos móviles, fijos, testigos cercanos, desconocidos, limitando mi función a la de un intermediario que se lo pasaba muy bien.
El resultado fue espectacular, todos ganamos, Sergio porque jugó con un “Borges” del ajedrez y Jorge porque regresó a la gimnasia de las piezas blancas y negras después de muchos años de ausencia de ejercicio, tiempo en que desarrolló un método original para conseguir que el ajedrez, que hoy parece condenado a perpetuarse en tablas, recupere el atractivo que tenía antes de los ordenadores y las máquinas capaces de analizar 400 millones de movimientos en centésimas de segundos.
Sergio no sabe quien fue su adversario, al único que conoce es a su enemigo: servidor, que cumplió el encargo de escribir sobre una práctica milenaria, tal como sugirió.
No sabe todavía que lo conocerá, cuando se muestren las propuestas para actualizar el juego que tanto lo apasiona y, a lo mejor, después se pongan de acuerdo para quitarme del medio por incompetente.