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Restauración cisne cuello blanco, cisne cuello negro

Por José Luis Azzollini García
lunes 04 de abril de 2022, 12:49h

En la alta cocina o “nouvelle couisine”, como la suelen denominar los gastrónomos “entendidos”, hay mucha carne que cortar. Y, mucha verdura, y muchas hortalizas, y mucha fruta y, así podríamos estar hasta el infinito. Porque otra cosa no se hará -que se hace-, pero cortar, se corta. Se afina tanto ese ejercicio, que han conseguido hacer un puchero canario -cocido madrileño, olla aranesa, pote gallego- en un espacio que cabría en una cuchara. Eso sí, al precio, no han llegado con el cuchillo. Más bien todo lo contrario; a medida que iban cortando, alguien se dio cuenta que necesitaban más espacio y personal para hacer los trocitos más pequeños y meterlos “con pinzas” en el plato a presentar al cliente. Naturalmente ese incremento y la creación en sí misma, hay que pagarlo. Tal vez sea esa la razón por la que se paga un pastizal como si se tratase de obras dignas del más sofisticado museo de arte. ¡No solo la entrada! ¡El museo entero! El arte de crear, tiene su precio, que dirán los chef.

Lo curioso del caso es que, cuando se pregunta a muchos de estos grandes artistas de la cocina, sobre su inspiración; casi todos suelen coincidir en su respuesta: su abuela, su madre, su tía del alma. Su, en cualquiera de los casos, ser querido que les cocinaba magníficos platos hogareños y clasificados como “la cocina de siempre”, “la de toda la vida” “la del recuerdo”. Entonces, ¿qué es lo que ha pasado para que se haya llegado a lo que se ha llegado?

Pues simplemente, que la sociedad ha evolucionado y lo ha hecho tanto, que ha conseguido dividir la restauración entre la dedicada a la clientela “cisne cuello blanco”, y la de “cisne cuello negro”, que cantaba el inolvidable Basilio. ¡La apariencia se ha hecho un hueco!

Las tarjetas que usan unos y otros miembros de esa sociedad, también están -¿casualidad?- diferenciadas por colores. Y, con el uso de las tarjetas, viene también el pavoneo y el tratar de dejar claro al mundo que, el color de su tarjeta, es lo que pega con su ego.

Teniendo estas cosas por cercanas a la realidad, se podrá ir entendiendo que a las mesas de esos restaurantes -allí, donde lo sublime, lo exquisito, lo excepcional, viene en raciones minúsculas pero muy bien decoradas- se siente gente a quien puede fallarles las papilas gustativas, tal vez la memoria, pero lo que no le fallará es su cuello estirado y grandes hombros, asemejando balcones por donde mirar a los demás. Al otro grupo siempre les quedar el ir a los “guachinches”, “furanchos”, “ventas”, “tabernas”, “tascas”, “bodegones”… a comer, claro está, lo que ha inspirado a aquellas nuevas creaciones.

Pero si se pregunta quién comerá mejor, la respuesta se me antoja algo difícil a priori. Me atrevo a decir, que ambos grupos comerán según lo que esperan encontrar. Culinariamente, en ambos casos, la satisfacción puede que sea, incluso, parecida. Pero por separado.

¡Lo que acabo de escribir!

¿Separar ambos niveles de satisfacción para llegar al mismo resultado? ¿Y por qué no? Veamos: si el grupo de cisne cuello blanco -para definir a los más “estiraditos”- comiera en un guachinche, esperando encontrar lo que estaba acostumbrado dado su nivel de conocimiento de la cultura gastronómica -en muchos, todo hay que decirlo, ese periodo, dura lo que dura su vida laboral y con ello, el uso de la tarjeta de empresa- pues seguramente hablaría de un lugar pintoresco y que lo comido, no está mal. Todo un poco rústico, pero poco más. Del vino, al no estar embotellado y, sobre todo, no tener la referencia de la etiqueta, dirán que mal no estaba. Sobre todo, para el sitio. Dará igual que alguien, con picaresca, haya decantado un “Pesquera” en una jarra y sea el vino que haya degustado. Al no venir etiquetado, no se habrá podido identificar bien el “retrogusto”.

Si, por el contrario, invitamos a los del grupo, llamémosle cine cuello negro -o simplemente, el otro grupo- a un restaurante estrellado por “don gordo de las ruedas”, a degustar uno de sus menús de degustación; seguramente al terminar, preguntarán que cuándo se come. ¿Pero le habrá gustado lo que ha comido?, posiblemente si, aunque no sepa ni lo que ha comido. Por mucho que el buen camarero le haya explicado, con su tono de entendido, el nombre de cada una de las presentaciones y de lo que se compone cada plato, no lo habrá identificado.

La explicación entre las observaciones de ambos grupos, es de nivel científico. Los de “cisne cuello blanco” que han comido en el “guachinche”, sabrán lo que les han servido. Científicamente, habrán aceptado la evidencia sin más. La darán por válida, porque les han dicho que servirían carne con papas y lo que le han puesto delante tiene forma y sabor de carne. Y, además, viene con papas. Los de “cisne cuello negro”, sin embargo, aún estarán tratando de averiguar por qué razón a algo que viene envuelto en una gelatina transparente, a la que le han derramado “humo”, como si fuera líquido, por encima y que tiene un sabor a erizo de mar, el camarero, les ha dicho que es una “deconstrucción de langosta tras su paso por la ruinas del Vesubio”. De cada uno de los diez u once platos que les servirán, seguirán sin entender que se tarde más en explicar lo que contiene, que en comérselos. Sí que acertarán cuando le sirvan, en la tanda de los postres, el helado. Más que nada, porque estará frío; aunque tampoco tendrá claro que esté comiendo un postre, y le sepa a fabada.

Lo que es cierto es que, a quien ha cocinado unos y otros platos, le habrá inspirado gente que viene de esa época en la que, en los platos, se apreciaba el sabor por encima de todo. Se sabía lo que se comía solo con verlo y, la cantidad, estaba ajustada a satisfacer el apetito del comensal.

Son muchas las veces que en mi trabajo se repetía la frase: “tengo que comer mucho langostino para llevar las garbanzas a casa”. Y, esa frase, al menos, me inspira a mí, a la hora de ir probando nuevas casas de comida. Está bien probar cosas nuevas, pero sigo valorando la cocina casera bien elaborada. Me gusta la buena comida y valoro las creaciones, pero cada vez, me cuesta más comer "platos decorados”. Sin duda, creo en los grandes cocineros que investigan en la mezcla de sabores, pero con los pies en el suelo. Creo en la guía culinaria que va de boca en boca, más que en la que viene encorsetada con “galones comerciales”. Sería bueno dedicar un día entero -daría como para un mes- de Madrid Fusión, a la cocina tradicional.

He tenido la ocasión de probar los sitios de los del grupo de “cisne cuello blanco”, y mal no está, pero no tiene relación lo que se come con lo que se pretende cobrar. Me encanta ir a comer a un restaurante en Los Sauces -La Palma- o en la Laguna (hay muchísimos más), donde crean nuevos platos, pero el tiempo que gastan en explicarlo, es para decir como lo han hecho y no para explicar su composición. ¡Marche una ración “tradicional” de arroz caldoso! ¡Marche un buen chuletón no “deconstruido”!

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