El joven podría haber sido vendedor de aguacates, pero no, era de paltas, porque estaba en una calle céntrica de una ciudad de la República Argentina, donde la terminología exacta para el oro verde es “palta”, aunque sean aguacates.
Era la segunda vez que lo veía, y, en ese momento, todavía no sospechaba que habría una tercera.
Vamos por orden, la primera había sido el día anterior, cuando pasado mediodía, en ese mismo punto del Boulevard Oroño de Rosario, donde la gente suele caminar asombrada por el porte de palmeras canarias centenarias, mi curiosidad me detuvo para ver un cambio de “guardia”, entre un señor mayor vestido de blanco, que llegaba en bicicleta promocionando churros, y el joven que ya se marchaba.
Éste le comentaba que aquella mañana la jornada había estado bien, que había despachado todo el material ¡174 piezas!
Se trataban con cariño, por eso el veterano se alegró del éxito de su colega de la mañana, esperando que por la tarde, su rédito le fuera igual de bien.
La segunda vez que lo vi fue de mañana, temprano, instalando su mercancía y anuncios en cartones de unos 40 por 60 centímetros, donde escribía con la mano izquierda y tiza blanca:“Paltas, 4 por 3000 pesos.”
Colocaba cuatro piezas en una bolsa de plástico, acomodándolas abiertas, para que el brillo y el lustre que da la naturaleza cuando se muestra saludable, sirviera de reclamo.
Cuatro en cada bolsa y las bolsas repartidas en la acera, ordenadas siguiendo el mapa de la esquina.
La tercera vez fue la vencida. Para iniciar conversación le comenté algo sobre el intercambio que había presenciado con el señor de los churros, y su respuesta me permitió avanzar con más preguntas; interpreté que no le importaba responderlas.
De esa forma me enteré de que se llamaba David, que era empleado de alguien que le entregaba la mercancía que estaba viendo, por ejemplo, en aquella jornada, 40 paquetes de 4, o sea 160 paltas.
Me dijo que tenía dos hijos, dos hijos, uno de sangre y otro de corazón, la primera de 4 años, el segundo de 10. Esperaba terminar la faena a las 14 horas, con tiempo suficiente para llevarlos al colegio. Necesitaba no demorarse demasiado; vivía lejos de donde estaba.
David, muy joven, tenía 8 hermanos, todos con nombres inspirados en la Biblia, porque su padre, después de tenerlos y bautizarlos como si fuese un profeta de la fe, se marchó a predicar a otro sitio, abandonándolos.
Agradecía al “empresario” que le diese trabajo, el problema es que era temporal. Por supuesto, sin seguridad social, sin aportes jubilatorios, esa modalidad de contratación sin firmas, que, cuando no se le quiere poner color, se la deja en irregular, muy irregular y delictiva, merecedora de reproche penal.
Pero, en algunos lugares, y la República Argentina es uno de ellos, no se puede analizar de ese modo, porque la conmoción de poner detrás de rejas a todo quienes transgreden normas laborales, dejaría el censo poblacional diezmado.
Así, de ese modo, “progresan” muchos jóvenes y no tan jóvenes, como Juan, albañil, de 65 años, trabajando desde que terminó la educación primaria, siempre bajo patrón y solo puede demostrar que la han aportado poco más de 3 años. El sueldo que cobra, oscuro como el alma de algunos explotadores, necesitaría lustros para transformarse en una cifra decente, lo mismo que le sucede al policía municipal, quien, para redondear un salario “digno”, o quizás porque su moral hace mucho dejó de preocuparle, intimida a los vendedores ambulantes.
David antes estaba en una esquina más concurrida, hasta que un amigo -menudo amigo- lo echó para evitar competencia. Hasta allí llegaron las fuerzas del orden amenazando multas. Les dijo a la autoridad -menuda autoridad- que tenía un jefe, el mismo que distribuye las paltas por media ciudad, y que hablasen con él, tenían que “arreglar”.
El mecanismo del arreglo es común y sigue un protocolo: se presentan dos funcionarios al sitio donde sea, y, con la autoridad que confieren uniformes azules, botas, esposas y “abollaideas” como bautizara Mafalda a las porras, recitan el reglamento que prohibe la venta ambulante, con la consiguiente multa para los transgresores, a menos que...
Lo normal es que se diga una cifra: “Por menos de tanto no arreglamos”. Y siempre arreglan.
Y lo hacen porque el arreglo, durante décadas, ha desarreglado un país maravilloso, convirtiendo a una sociedad, antes preocupada por los saberes, en otra preocupada por la supervivencia, confundida, capaz de encontrar o ver estadistas en personas desquiciadas, o tipos encaramados en secretarías, subsecretarías, y ministerios incapaces de actuar con grandeza o percibirse como elementos que unen en vez de separar.
David, antes de vender paltas, recogía cartones. Su hermano los sigue recogiendo, se llama Samuel, y padecen, como otros jóvenes, y no tan jóvenes, tratando de sobrevivir sin ofender a Dios, como les enseñó el piadoso padre que los abandonó ni a las leyes de los gobernantes que también los han abandonado.
Agradecen tener trabajo, y lo intentan ejercer con dignidad, quizás con la certeza de que el esfuerzo les propiciará un porvenir más venturoso, parecido al de sus vecinos, los que viven a lado mismo de sus casas, en idénticas villas, que ganan, en cinco minutos, traficando con drogas lo que a ellos les cuesta cinco semanas.
Mientras tanto, la policía, que busca y persigue el delito, lo encuentra en los vendedores ambulantes.