La metáfora del chaleco salvavidas cobra fuerza en un presente donde los jóvenes parecen navegar en un mar embravecido, atrapados en constantes incertidumbres. La educación, que antes prometía ser el vehículo hacia el progreso, ha empezado a parecer más un barco que pierde velocidad, incapaz de adaptarse a las corrientes globales y locales. Mientras tanto, los sueños de una vida estable se ven cada vez más lejanos, como islas inalcanzables en el horizonte.
La pregunta no es gratuita ni exagerada. España lidera en la mayoría de las ocasiones, el desempleo juvenil en Europa, con casi un 30% de jóvenes sin trabajo. La vivienda se ha convertido en un bien inaccesible para buena parte de la población menor de 35 años. Los contratos temporales y salarios estancados dibujan un panorama en el que muchos solo pueden aspirar a sobrevivir, no a vivir. Y mientras tanto, alguna clase política se dedica a los menesteres de casi siempre, o permanece encapsulada, alejada de la calle, atrapada en una guerra de siglas y bloques sin soluciones de fondo,
Imaginemos por un momento que estas desigualdades no se corrigen, que la brecha entre representantes y representados sigue ensanchándose. Las consecuencias pueden ser devastadoras, no solo para quienes gobiernan hoy, sino para el futuro mismo del país.
¿Qué futuro aguarda a las próximas dos generaciones, sí deben afrontar la vida con salarios ínfimos y condiciones laborales precarias? De hecho, España ocupó el primer y el segundo puesto el 90% del tiempo desde 1986
¿Qué ocurrirá, y se trata de un ejemplo, si el único respiro posible, la herencia de la vivienda familiar, se ve amenazada por un renovado Impuesto de Sucesiones, reactivado como “recurso extraordinario” por unas arcas públicas agotadas?
Se habla ya, aunque sin confirmación oficial, de un “Plan B” fiscal para restituir este impuesto con mayor rigor, como herramienta de emergencia ante una hipotética “tierra calcinada” tributaria.
Este panorama nos obliga a mirar al sistema con otros ojos. En democracia, deberían ser los partidos los que teman al ciudadano. Si ocurre lo contrario, vivimos en una autocracia vestida de democracia. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo en una sociedad estabulada, resignada y anestesiada, que reacciona tarde, mal o nunca.
El autor observa con inquietud cómo se está gestando un auténtico inframundo para las generaciones venideras. Un inframundo —al estilo del que define la RAE— donde millones de personas sobreviven con una calidad de vida indigna. O como diría la mitología griega: un Hades moderno, una dimensión invisible en la que los jóvenes quedan atrapados sin posibilidad de ascenso.
Frases como:
- “Hace tiempo que el joven está atrapado en el inframundo de las drogas”.
- “Lleva años sin encontrar trabajo”.
- “Con ese salario no pueden ni pagar un alquiler”.
No son hipérboles: son descripciones fieles del presente. Y la consecuencia es clara: nadie sale indemne de este sistema.
Desde el pensamiento filosófico, el inframundo representa un estado permanente de oscuridad. Desde la mitología romana, el Tártaro era el lugar destinado a los pecadores irredimibles. Pero en nuestro caso, ¿quién peca realmente? ¿Los jóvenes condenados a sobrevivir, o quienes diseñan un país sin horizontes?
¿Cómo reaccionar?
No podemos convertirnos en los jóvenes para cargar con sus frustraciones, pero sí podemos ejercer nuestra conciencia política en su nombre. Quizá haya llegado el momento de enviar un mensaje claro: abstenernos de votar como expresión legítima de hartazgo y exigencia de regeneración a todos los partidos políticos.
Porque si no reaccionamos, esa célebre frase tan española —“ya se arreglará mañana, y si no, pasado…”— dejará de ser una muestra de paciencia cultural para convertirse en el epitafio de nuestra democracia.