La desaparición de Greg Lake esta semana pasada es la última, hasta ahora, de las muchas, demasiadas, muertes de grandes músicos del rock y el pop de los sesenta y los setenta acaecidas este año.
Lake fue uno de los miembros fundadores de King Crimson, uno de los grupos que empezaron a introducir en la música rock elementos del jazz, de improvisación, experimentales y de la música clásica, de donde derivaron el rock progresivo, el rock sinfónico y el rock vanguardista. Aunque siempre había tocado la guitarra solista, su amigo, cofundador y líder del grupo Robert Fripp, que también tocaba la guitarra, le pidió que pasara a tocar el bajo y así evitarían contratar a un músico adicional, de modo que Lake adoptó en King Crimson el papel de bajista y cantante. Es curioso que en las distintas formaciones del grupo antes de su primera disolución en 1974, siempre el cantante era el bajista, Lake primero, después Gordon Haskell, Boz Powell y John Wetton, siendo Lake el mejor de todos ellos con diferencia.
Solo participó en los dos primeros álbumes del grupo, los mejores de toda su trayectoria en mi personal y no necesariamente compartible opinión, en los que incluyeron canciones “hard” con voces y contrapuntos distorsionados y letras de denuncia social, como “21st century schizoid man”, “Pictures of a city” o “Cat food”, junto a piezas cortas de acentuado lirismo como “I talk to the wind” o “Cadence and cascade”, largos desarrollos instrumentales con elementos de improvisación jazzística y experimentales como “The devil’s triangle” o “Moonchild” y composiciones de aliento épico como “In the court of the crimson king”, “In the wake of Poseidon” o “Epitaph”. La voz magnífica de Lake respondía perfectamente a los requerimientos vocales de la instrumentación de cada una de las canciones y de los textos excéntricos y surrealistas de Peter Sinfield.
Tras abandonar King Crimson fundó junto a Keith Emerson, también fallecido este año y Carl Palmer el supergrupo Emerson Lake & Palmer, uno de los principales exponentes del rock progresivo, basado en los teclados y sintetizadores y en piezas largas, de estructura compleja, con múltiples cambios de forma, motivo y tempo.
Yo asistí al concierto, magnífico, de King Crimson en Granollers en 1973, aunque Lake ya no estaba en el grupo y tocaron material de “Larks’ tongues in aspic” y “Starless and bible black”y muy poco de la primera encarnación del grupo. Pude comprobar que la voz de John Wetton era de calidad muy inferior a la de Lake, a quien sí pude escuchar con EL&P en Barcelona en 1974, en otra actuación memorable, ya que fueron de los primeros conciertos que grandes grupos de rock dieron en España, que aún no había salido de la época oscura y casposa del franquismo.
Este año 2016 ha sido especialmente luctuoso. Todos los músicos de aquella época han llegado o están llegando a la setentena y, lamentablemente, hemos de mentalizarnos de que año tras año irán despareciendo de modo inexorable. Además de Greg Lake y Keith Emerson en 2016 han muerto, entre otros, David Bowie, Prince (este era más joven), Paul Kantner de Jefferson Airplane, Glen Frey de Eagles, Leonard Cohen, Maurice White, fundador de Earth Wind & Fire, Merle Haggard (leyenda del Country), grandes del Jazz como Gato Barbieri y Ernestine Anderson, del Soul y Gospel como Otis Clay y Sharon Jones, también productores legendarios como George Martin, el quinto Beatle, o Robert Stigwood, productor de gran parte de la discografía de los Bee Gees.
También en el ámbito de la música clásica se han producido pérdidas importantes, especialmente la de Nikolaus Harnoncourt, director austríaco, pionero del movimiento historicista de interpretación de la música del barroco y el clasicismo con instrumentos originales, lo que ha devuelto a las piezas de esas épocas una sonoridad y matices que habían quedado ahogados por la potencia sónica de los instrumentos actuales. Y también la de Pierre Boulez, francés director de orquesta y compositor de vanguardia, uno de los más importantes representantes del serialismo y de la música aleatoria.
En el otro lado de la balanza, está la concesión del premio Nobel de literatura a Bob Dylan, por la calidad y significado de las letras de sus canciones. No han faltado detractores y críticas severas a su designación, pero también opiniones muy favorables de grandes figuras literarias, como el propio Pere Gimferrer, que ha comparado la obra de Dylan con la de los trovadores provenzales de la Edad Media. En cualquier caso, el premio, que algunos pensamos que también se le habría podido otorgar a Leonard Cohen, viene a dignificar la labor de los cantautores como auténticos juglares de nuestra época y cuya obra traspasa los límites del simple entretenimiento que se le atribuye a la música popular.