Leila Guerriero, siempre tan cercana, escribe sobre un anillo que pierde amasando un pan y resiste al proceso, incluida la alta temperatura del horno. Dice que se lo regaló el hombre con que vive. Los anillos son redondos y caben en un dedo. Por eso se llama anular. Un anillo es un encaje, un amarre, un recordatorio que te liga a otra persona. En este aspecto, para muchos puede significar un acoso a la libertad, pero de forma voluntaria. Leila habla de la resistencia de su anilla, capaz de soportar ese proceso violento y tenaz del amasado que viene a significar que para obtener algo provechoso, y el pan lo es, hay que sacrificar algo.
Con lo de los anillos, y con los compromisos en general, pasa lo mismo. Le regalé uno a alguien hace 35 años. Lo compré en Brasil. Lo sigue llevando en el dedo. Ignoro si alguna vez se lo ha quitado para sobar la masa o para cualquier otra cosa. No tiene el aspecto de un anillo de compromiso, pero ahí sigue estando y yo pienso que mientras esté estaré también yo y seguirán estando tantas cosas que nos negamos a dejar atrás.
Las personas establecemos uniones que no estamos obligados a hacer y las deshacemos cuando creemos que faltamos a unas normas que nos ligan a ellas. Hay una exigencia instintiva de pertenencia que nos hace fracasar en nuestras relaciones a la primera de cambio. Sin embargo, los anillos siguen estando ahí, como una inercia que no nos lleva a ninguna parte, como un contrato sobre papel mojado, y entonces nos damos cuenta de que todas las estipulaciones que firmamos no tienen nada que ver con la confianza, con la fiabilidad, con las lealtades y con el respeto a la entidad individual que cada uno somos. Mientras los anillos sigan ahí nos podemos entender.
El mundo se polariza y se desenfoca porque se le da otro valor a los anillos y al menor incumplimiento se desata la guerra. Hay anillos que no podrán jamás entrar en según qué dedos. Son los aros de las incompatibilidades, de las diferencias ideológicas irreconciliables, de las repulsas raciales, de las separaciones de las clases. En fin, de todas esas cosas que imposibilitan la concordia. Visto así, llevar un anillo no hace daño. No compromete a nada, pero sÍ garantiza que siempre quedará abierta una puerta para la comprensión.
El mundo necesita que nos pongamos anillos. El que ella lleva creo que tiene una amatista, o un rubí. No estoy muy ducho en eso de las piedras. Podría ser el tallo de una rama enrollada en círculo y querría decir lo mismo. Si lo llevamos puesto siempre habrá una esperanza para el entendimiento y el mundo estaría más seguro. Antes anillábamos a las palomas para saber dónde estaban. Ahora basta con un GPS. Es la tecnología la que nos amarra y vivimos pendientes de lo que decidan los algoritmos, que son los anillos que nos vinculan con la modernidad y a la vez nos hacen la vida imposible.