El pasado día veinticinco de agosto parece que se celebró el día internacional de los peluqueros y las peluqueras. La casualidad fue que ese mismo día me dirigía yo a cortarme las crines -desde que he ido cumpliendo años, me gusta llamar a mi pelo de esa manera para no sentir tanto la irremediable pérdida capilar-. Mi cabeza siempre ha estado en manos de auténticos profesionales dejando para mí lo del afeitado y el recorte de los pelillos que no dejan de crecer en las orejas y en la nariz. ¡Tócate las narices! En esas oquedades no solo no se ha ido el vello, sino que ha aumentado.
Echando la vista atrás, me viene el recuerdo de cuando mi madre, me mandaba a “casa Antoñito” q.e.d. Así llamábamos a la peluquería del barrio -la más cercana a mi casa-. Habían otras que vinieron después como la de “My Friend” que aun tirando de un nombre comercial al uso -lo anglosajón tuvo su tirón- sus dueños eran del mismo centro del barrio del Toscal. Buena gente y excelentes profesionales aunque nunca tuve el gusto de comprobarlo pues, como he dicho, a mí me tocaba la de la esquina de Tribulaciones con La Rosa. Es posible que hubieran otras, pero se me esconden en la memoria. El local de Antoñito, era una peluquería muy sui géneris. Allí no solo te arreglaban el pelo, sino que se buscaba la solución adecuada para “arreglar el mundo”; y, pasados los años, al terminar cada jornada de tarde, también servía como local de ensayo de una parranda que se fue formando poco a poco. Cada final de tarde se iba reuniendo un nutrido grupo de amistades que portando guitarras, bandurrias, pandereta y buenas voces, le cambiaban totalmente el sentido al negocio. Yo llegué a integrarme cuando ya tenía más de quince años y participé en alguna visita que se hizo al exterior; creo que fue por la zona de la Gallega.
Seguí teniendo esa peluquería como referencia, incluso cuando comencé a trabajar en el Sur de Tenerife. Antoñito seguía al pie del cañón y su cuajo no tenía referencia. Yo, mientras Pepe -el socio de Antoñito- me despachaba, no podía más que partirme la caja del pecho cuando a Antoñito le llegaba un cliente y le pedía que le lavara también la cabeza. ¡Pobre tolete! Él lo acomodaba con la cabeza en el potro de lavado, le enjuagaba el cabello, le daba un champú y acto seguido le decía: ahora vuelvo y desaparecía. Todos los asistentes, menos el incauto, sabíamos que era el momento oportuno para que el jefe fuera a tomarse su cafecito. Aún recuerdo, al cliente de turno, reclamarle el tiempo que había estado allí con la cabeza enjabonada. La respuesta no se hacía esperar: - tranquilo, es que hay que dejar que el champú haga su efecto. ¿A navaja o a tijera? Sus clientes fijos íbamos con la cabeza lavada desde casita.
Con el paso del tiempo, pasé a cortarme el pelo en la peluquería de Cristóbal, que me quedaba cerca de uno de los hoteles que tenía que visitar por cuestiones laborales en el Puerto de La Cruz. Y, cuando me mudé a La Orotava, llegué a la peluquería de José Luis. Estuve asistiendo a su local en la Cuesta de La Villa, hasta que se jubiló y aún hoy mantengo una buena amistad con él.
¿Nadie se ha preguntado cuánta información puede haber pasado por la “gadgeto-silla” de una peluquería? En la antigüedad, se decía que el puesto de Barbero, era de una lealtad a prueba de bombas. Normal si pensamos que Reyes y dirigentes, ponían su cuello a disposición del peluquero, bajo la seguridad de que al final del adecentado, seguiría intacto y sin pelos. Pero si nos remontamos mucho más atrás en el tiempo, comprobaremos que una barbería -así se les llamaba antes- era un lugar donde además de cortarte el pelo o rasurarte la barba, también te podían dar solución sanitaria para pequeñas heridas. Según he podido leer en Boosky.com, los colores del cilindro con rayas de color rojo, azul y blanco, que se podía ver en la puerta de estos negocios, no era fruto de una técnica de márquetin. Representaba ese otro cometido sanitario con el rojo de la sangre, el blanco de las vendas y el azul de las venas. Hoy es seña de identidad gremial.
A mí, sangre, realmente no me hicieron nunca, pero tirones con las primeras maquinillas de cortar que empezaron a verse, sí que me dieron. Unas maquinitas en forma de tijeras de podar que se activaban abriendo y cerrando el mango con la mano al tiempo que pasaban, el extremo cortante, por la cabeza. Hoy en día esas maquinitas, llamadas coloquialmente “motos”, nos ahorran el sufrimiento de las antiguas; aunque también han venido para ir eliminando la presencia de estos negocios en nuestros barrios. Cualquier amañado o atrevido es un peluquero hoy en día. Antiguamente para ser peluquero, se tenía que pasar un periodo de formación que partía desde la posición de limpiador y se iban escalando puestos hasta el de ayudante o socio. Hoy, si no se desea estar estudiando dos o tres años, simplemente se compran una de esas motos, se hace algún curso de estética o de peluquería moderna y ¡hala! a cortar cabelleras. Se sabe cuándo algunos de estos últimos ha actuado sobre una cabeza por la “simple observancia de su figura” -frase acuñada por un antiguo compañero de facultad, cuando le preguntábamos por el nombre de su perro, un mastín enrazado con dinosaurio, y nos respondía: “Grande”, añadiendo la frase.
Siempre me he mantenido fiel a quien controla mi pelambrera. ¿Te retoco el bigote, verdad? Es un gustazo, cuando llegas a tu peluquero de cabecera y no tienes nada que puntualizar, pues él sabe perfectamente cómo me gusta que quede. A mi tocayo, al terminar, siempre le decía la misma frase: José Luis, que sepas que hoy has hecho feliz a un tío.
En las peluquerías modernitas, no sé de qué se hablará, pues como he comentado, soy fiel a las de siempre. A esas en las que te sientas y todo lo más te preguntan: ¿Como siempre? Te colocan el paño blanco o de color, te lo atan al cuello con una tira que lleva su pegamento y comienza un trabajo, que se irá desarrollando al mismo ritmo que van surgiendo los temas de conversación: ¿Política? Por supuesto, pero además de la buena y sin discutir mucho. Él, porque está hablando con un cliente al que no desea perder, salvo que se pase y entonces puede que lo mande a hacer puñetas; y el cliente, porque sabe que no se debe discutir con quien va armado hasta los dientes. También es posible que la no aparición de discusiones, sea porque no hay políticos por medio, sino gente tranquila que debaten sosegadamente y cuando se habla de política, aquello de “leña al mono que es de goma”, sale con total naturalidad.
¿Te pongo gomina o laca? - Ya sabes que eso es para las pelucas y aunque me voy acercando, aún no me ha llegado el momento de su uso.
Mi abuelo, en paz descanse, cuando se puso enfermo, recibía la visita de Antoñito para cortarle el pelo en el patio de casa. Y José Luis, el peluquero en el que me pelaba en La Orotava, me contaba que él hacía lo mismo con sus clientes que enfermaban y no podían acudir a la peluquería. ¡Olé!
Me alegra ver aún esas peluquerías en las que entras y retrocedes unos cuantos años tan a gusto y además sales hecho un “Dandi”.