OPINION

La fuerza callada de la honradez

Juan Pedro Rivero González | Jueves 24 de julio de 2025

La honradez no se grita. No busca aplausos ni necesita titulares. Se parece más a una raíz que a una flor: no brilla, pero nutre. Es la capacidad de mantenerse fiel a lo que uno sabe que es justo, incluso cuando nadie mira. No se trata solo de no robar o no engañar —eso es lo mínimo—, sino de vivir en verdad, de alinear lo que se piensa, se dice y se hace. Es, en el fondo, una forma de unidad interior, de paz moral. Hoy la apariencia parece valer más que la verdad, y la astucia se premia más que la rectitud; hablar de honradez puede sonar anticuado, ingenuo o incluso incómodo. La cultura dominante admira más al que “sabe moverse” que al que actúa con integridad; tolera la mentira si esta resulta útil, y sospecha del que se muestra demasiado coherente. Sin embargo, hay una fuerza discreta —callada pero firme— que sigue sosteniendo los vínculos, inspirando confianza, y ofreciendo dignidad al rostro humano: se llama la honradez.

Quien es honrado no necesita justificarse, ni adaptarse según el entorno. Su fuerza está en la constancia serena de su palabra, en la transparencia de sus actos, en la firmeza de sus promesas. Esa persona, sin levantar la voz, se convierte en un punto de referencia. Puede que no tenga poder, ni seguidores, ni influencia social; pero su sola presencia crea confianza, inspira respeto y despierta algo esencial: la conciencia. La Escritura, sin hacer alarde, traza con claridad el perfil de la persona honrada: aquella que camina sin doblez, que no calumnia, que no cambia su palabra por interés, que no se lucra con el sufrimiento ajeno. Es una imagen austera, pero luminosa. No describe héroes espectaculares ni figuras intachables, sino personas que hacen del bien su manera de estar en el mundo. En tiempos donde la ambigüedad se disfraza de tolerancia y la corrupción se maquilla con eficacia, esta figura discreta, que vive con el alma limpia y la conciencia despierta, se vuelve profundamente contracultural. La honradez, hoy, no es una simple virtud: es una forma de resistencia ética.

El Concilio Vaticano II, al hablar de la conciencia, ofrece una clave decisiva: En lo profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer” (GS, 16). Esa ley es la verdad moral inscrita en el corazón, que no se impone desde fuera, sino que llama desde dentro. La honradez es precisamente esa obediencia libre y fiel a la voz interior que nos recuerda que hay cosas que no se hacen, aunque nadie lo vea, aunque sea legal, aunque convenga. La verdadera libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en elegir el bien, incluso cuando cuesta. Y en una época marcada por el relativismo, la honradez es un acto de fidelidad a la verdad, pequeña o grande, cotidiana o estructural.

Tal vez no se hable mucho de los honrados, porque no hacen ruido. Pero sin ellos, el mundo se volvería inhabitable. Son ellos los que sostienen la confianza silenciosa entre las personas, los que hacen que la palabra valga, que la justicia aún tenga rostro, que la esperanza no sea una ilusión vacía. Su fuerza está en no dejarse arrastrar, en no pactar con la mentira, en mantenerse firmes cuando otros ceden. Y es esa fuerza callada la que más falta nos hace: no para juzgar a nadie, sino para recordar que todavía es posible vivir con dignidad. No con perfección, sino con verdad.


Noticias relacionadas