Me estaba costando la lectura de la obra “Sin destino” de Imre Kertész, no porque estuviese mal escrita, sino por los esfuerzos necesarios para no abandonarla.
Su autor, que sobrevivió a los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald, desnuda en el texto el alma de los malos, el sufrimiento de las víctimas y despierta la impotencia de quienes estuvimos lejos del genocidio nazi y hoy nos parece ver, cercanos, otros desastres semejantes.
En el capítulo IV el autor nos traslada al interior de un tren detenido en una estación húngara, una de las tantas de su país, ocupado por bárbaros.
Dentro de los vagones se aprietan personas, tratadas de modo vejatorio por criaturas que no parecían humanas.
El convoy no arranca, como si a las máquinas les costase iniciar su andadura hacia un destino que los “viajeros” no conocen.
Hombres, mujeres y niños, empujados por invasores pisoteando tierra y derechos con la prepotencia del poder enajenado, hacían lo único que podían: protestar, discutir, llorar.
A pesar del tumulto escucharon la voz de un guardián, ofreciendo un trato, más o menos, en estos términos: “Van a viajar a Alemania, donde les espera el trabajo asignado. Como está terminantemente prohibido llevar consigo nada personal, mucho menos objetos de valor, quiero aprovechar, ya que hablamos la misma lengua, que cambiamos aquello que no pueden trasladar, por algo más útil: agua.”
El miserable, con argumentos de falso patriotismo, sostenía que los bienes preciados debían ser custodiados en el país, Hungría, no trasladados al extranjero.
Tras exponerlo de formas distintas, una persona mayor aceptó el ofrecimiento, con una condición, que primero les diese el agua.
Como nadie quiere iniciar el trato se entabla una disputa, que concluye cuando la resistencia de los presos en desprenderse de las joyas es respondida por el guardián con insultos. “¡Sois bazofia, soy judíos, y es muy justo el destino que merecen: la muerte!”
El narrador, a pesar de una redacción sin abusos de adjetivos, consigue conmocionar, dejando claro que aquel tipo, así como los que habitaban páginas anteriores, o quienes ocuparían las venideras, pertenecía a la peor calaña de los malnacidos.
Tras un largo año de contagios, alambradas y agonías, con el final de la guerra, el protagonista recupera la libertad, regresando a cielos que pueden verse y horizontes mas allá de pabellones infectos.
No consigo alejarme de dolor y doy vuelta a las páginas donde los genocidas especulan con las víctimas, sin entender el ADN del que están dotados, que permiten sintetizar proteínas y pulsos, sin culpas o remordimientos.
Tampoco consigo alejarme de lo que podrían sentir los desgraciados, al ver la indiferencia con las que otras personas, supuestos ciudadanos decentes, no eran capaces de desentrañar el desastre que se avecinaba, por culpa de mandatarios que no camuflaban su esencia criminal.
Y esta idea me devolvió a la actualidad, haciéndome pensar que el mal, lo peor, no aparece por generación espontánea, de golpe. Son los gestos, nuestras convicciones, todo lo que claudicamos con la maldita indiferencia la que, poco a poco, infiltra de carcoma lo que somos.
Sin pretenderlo, sin haberlo concebido, a fuerza de acostumbrarnos, como si fuese una droga dura la que nos condiciona, terminamos siendo, no pocas veces, especie de cómplices de una realidad horrible.
En el libro, desgraciadamente también en la vida real, asistimos a un “cambalache” moral, donde todo se mezcla, y la dignidad se disfraza con mentiras que llevan nombres envilecidos: orden, patriotismo, futuro.
El horror ha adquirido formas distintas a las cámaras de gas, y se nos ofrece en principios que se licuan cuando el miedo y los grandes poderes ocupan el espacio que antes pertenecía al derecho.
Es difícil aceptar que muchos de los contemporáneos de Kertész eran personas “normales”, buenos vecinos, ciudadanos cumplidores, incapaces de ver el precipicio que se abría frente a ellos.
Ese es quizá el espejo más duro: la constatación de que el ADN de los verdugos no es distinto del nuestro y de que la línea que separa al testigo que reacciona frente al espectador pasivo se traza, día a día, en decisiones muy pero muy pequeñas, casi invisibles.
Por eso es tan importante repasar la historia y los textos de los sabios, como el del Premio Nobel, que proyectan lo que fuimos y lo que podemos volver a ser, cuando el miedo, o el conformismo, derrotan a la solidaridad, indispensable para no repetir los dramas que genera la injusticia,