www.canariasdiario.com

A todo color, también en blanco y negro

Por Daniel Molini Dezotti
martes 11 de noviembre de 2025, 11:58h

Tras casi medio siglo de puertas abiertas a la cultura, el Videoclub Scorpio muestra el mismo cartel que pone fin a las películas: “Fin” o “The End”, si fueron rodadas del otro lado de las olas.

Agustín, su titular, concluye de ese modo una andadura al servicio del buen cine y la buena música, iniciada en el año 1979 con una tienda de discos situada en la Rambla de Pulido, donde atendía a los gustos de melómanos de raza.

Cuando llegó 1987 y los videoclubes surgieron como un fenómeno comercial, fue de los pioneros, dotando a su negocio con títulos en todos los sistemas.

En su catálogo llegaron a convivir películas en VHS, LaserDisc, DVD y Blu-ray, alcanzando una oferta de títulos que llegó a los 30.000. De esos, todavía le quedaron algunos miles, ya que junto a su hijo colecciona cine de autor y cine clásico, mientras que el resto lo ha ido repartiendo entre clientes antiguos que se acercaban a despedirlo antes de que definitivamente dejase de acudir, como mandan los rigores de la jubilación.

En este momento, las estanterías muestran espacios vacíos, permaneciendo, aproximadamente, el 15% de lo que había. Esa imagen, con las baldas desnudas, parecen extrañar las carátulas de Bergman, Fellini o Kubrick, o los rostros de actrices que marcaron época, así como las risas de comedias imposibles, todo un archivo emocional de la segunda mitad del siglo XX.

El oficio y la profesionalidad de Agustín, así como el valor cultural de su negocio, fueron recogidos por distintos medios de comunicación, que reconocieron públicamente el mérito de una empresa que dotó a Santa Cruz de Tenerife de un sitio donde pudiese hablarse de cultura, comentar películas, solicitarlas si no estaban en el mercado y, finalmente, disfrutarlas. Más que un local de préstamo, Scorpio fue una escuela informal para generaciones que descubrieron el placer del cine cuidado, que hace pensar, también divertir.

A punto de caerle el telón de la última función, el espacio mantiene todavía un proyector impresionante, pieza de valiosa antigüedad, proveniente de un cine de Barcelona y que nació en 1909 en la legendaria factoría francesa Gaumont.

Aunque tarde, como suele ocurrir, el reconocimiento le llegó gracias a amigos del patrimonio gráfico canario, que solicitaron y recibieron la donación del cartel original que anunciaba el negocio. Ese letrero, que un día fue una llamada luminosa a curiosos y cinéfilos, hoy forma parte de la memoria material de la ciudad.

Agustín García puede sentirse orgulloso de su legado, resistiendo como un auténtico luchador la era del streaming, que, en su inmediatez, sustituye la conversación pausada por el consumo rápido.

Plataformas que prometen tenerlo todo pero muchas veces no ofrecen lo esencial: la guía amiga del que sabe mirar, del que recomienda desde el entusiasmo, no desde un algoritmo.

Frente a la prisa y la saturación, Scorpio proponía el ritual: caminar hasta el videoclub, conversar unos minutos, dejarse orientar, y regresar a casa con una historia en las manos.

En la calle Álvarez de Lugo ya no se verán los destellos que escapaban del “almacén de historias”, esos haces de luz que volvían a su cautiverio 24 o 48 horas después, cuando la temporalidad del préstamo caducaba.

Nunca existieron problemas por la devolución; si se demoraba, el socio -en nuestra caso con el carnet número 409- contaba con la indulgencia de su propietario, capaz de prorrogar, sin multas, las ganas de mirar.

Fundar un videoclub en Canarias en los años ochenta era un acto de fe y de audacia. Agustín asumió el riesgo y lo hizo con una visión clara:, bautizando el emprendimiento con un nombre de resonancias cinematográficas.

Y lo consiguió, Scorpio se convirtió en punto de referencia para críticos, estudiantes, coleccionistas y curiosos, que encontraban allí rarezas imposibles de hallar en otro sitio.

Su colección custodiaba un fondo notable, con atención especial al cine de autor, al clásico, al europeo y al independiente. En Scorpio se podía acceder a Tarkovski, Pasolini, Buñuel, Kiarostami, era una ventana abierta al mundo, por eso el cierre no es solo el final de un comercio; es el portazo simbólico a una forma de vivir la cultura.

Es también el adiós a una manera de compartir conocimiento y emoción a través de charlas —esa que ahora sustituimos con un clic—. Quienes entraban allí sabían que no solo alquilaban una película, participaban de una comunidad que amaba el cine y entendía su poder transformador.

Hoy, cuando los catálogos digitales ofrecen abundancia sin alma, el ejemplo de Agustín recuerda que lo importante no es acumular imágenes, sino elegir, mirar y apreciar. Su historia es también la de tantas personas que, en pequeños locales, mantuvieron viva la pasión por el arte cuando lo fácil era rendirse a la comodidad del presente.

Es verdad que se apaga una luz significativa, sin embargo, como en los buenos finales, queda una sensación de gratitud: por cada película recomendada, por cada conversación iniciada con las personas situadas del otro lado del mostrador: Agustín, a veces su esposa Marisa, los fines de semana sus hijos.

Todos dejan una lección viva: que la cultura, sea a todo color o en blanco y negro, sigue siendo una experiencia humana, compartida, y cuando se marcha debe ser agradecida.

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios