Lo vi caminando por la acera, estrecha. de una calle en pendiente, bautizada desde hacía años con el nombre de un militar hasta que fue cancelado.
La historia, siempre implacable en sus juicios tardíos, había dictaminado que aquel uniformado, por su comportamiento durante la guerra civil, ya no merecía ningún homenaje público.
El bronce que lo recordaba se fue oscureciendo, igual que sus méritos, y la ciudad decidió devolverle a la vía un nombre neutro, como si la memoria de la pólvora, nunca hubiera llegado hasta allí.
En ese lugar, ahora con otra denominación, lo vi venir y lo que llamó mi atención no fue su rostro ni su aspecto, sino su manera de andar.
Subía por la cuesta con ligereza, sin dar señales de fatiga, mientras sus brazos, con los puños cerrados, se levantaban y descendían siguiendo un ritmo desordenado.
De lejos parecía un aficionado festejando un gol decisivo, de esos que se marcan desde la mitad del campo, y justifican toda una vida de anécdotas.
Pero no estábamos en un estadio, ni había público alentando, ni silbato que decretara una victoria invisible.
Todo ocurría en plena calle, sin testigos, salvo yo, envueltos en la normalidad pueblerina de un mediodía cualquiera.
La escena solo podía explicarse como una celebración por una noticia extraordinaria, de esas que empujan a gritar a los cuatro vientos el nacimiento de un nieto, una graduación soñada, el golpe de suerte de un premio grandioso o el encarcelamiento de un dictador.
A medida que nos acercábamos, mi curiosidad crecía. Al ser la acera angosta yo calculaba si tendría que apartarme o si lo haría él. No temí un choque frontal, pero la ligera tensión que antecede a un cruce inevitable, me mantenía alerta.
Fue él quien se detuvo, sonriendo, y con voz clara me dijo: “A nuestra edad es hermoso que las alegrías nos den algo de vida.”
La frase me descolocó, espontánea, corta y repleta de ganas de compartir. Le sonreí, y dándole una palmada en el hombro le aseguré que participaba de su júbilo, aunque no conociera el motivo.
Animado por mi gesto, agregó una explicación, había estado esperando algo especial y acababa de recibirlo.
Era, según sus palabras, una alegría breve, escueta, tan íntima que no podía contarme nada más.
Y con eso continuó su camino, ligero como antes, mientras yo seguía el mío con el pensamiento ocupado en darle cuerpo a aquella “alegría escueta”.
Que el regalo fuese ¿escueto?, ocupó mi mente durante el trayecto que restaba hacia casa, jugando con diferentes hipótesis.
¿Podría ser alguna noticia de salud?, ¿un reencuentro familiar?, ¿un logro pequeño pero sentido?
No había base para ninguna conclusión. Lo cierto es que aquella vitalidad desbordada me dejó la certeza de que la vida puede explotar en cualquier segundo y hacerlo sin pedir permiso, mediante un proceso difícil de traducir con palabras.
Al llegar a mi destino acudí a un viejo cuaderno donde suelo anotar cosas que me suceden, o frases notables que escucho, y hacerlo pronto, antes de que se me olviden,
Allí apunté la referencia a “escueto”, que quedaría señalado al lado de otros recuerdos que, de otro modo, se sumarían a la lista de olvidados.
¿Escueto?, no terminaba de imaginar cómo podía ser esa sensación definida como simple, breve, sin adornos, todo lo contrario a las mías, expansivas, exageradas.
Allí se quedaría, en el papel, con la posibilidad de que, después de un tiempo de sombra y abandono, resurgiesen tras ser convocada por alguna lectura.
Fue precisamente lo que pasó con otra anotación, un par de días después, cuando consigné: “Soñé que puedo ver el corazón de la gente.”
Lo escribí, por culpa del insomnio, de madrugada, relatando la visión que me había despertado. Se trataba de una revelación que no conseguía explicar, y precisaba que al mirar a las personas podía ver su corazón, no al órgano ni su forma de latir, sino lo que abrigaba, la expresión más pura de sus emociones, las verdades que ocultaba, el disfraz de sus malas pasiones.
Aquella visión me alarmó, como para obligarme a incorporar y dejarlo apuntado. Sin tardar mucho -tenía tiempo- intenté relacionarlo con la alegría escueta del viandante.
Por supuesto, no conseguí asociarlos, hasta hace un rato, mientras leía la penúltima página de un libro que estaba terminando, donde el narrador transcribe un discurso, leído en el sepelio de uno de los protagonistas. No eran palabras propias, sino una cita extraída de los diarios de Franz Schubert: “Nadie comprende el dolor del otro y nadie comprende la alegría del otro. Siempre pensamos ir hacia el otro pero lo único que hacemos es pasar unos al lado de otros. ¡Qué padecimiento para quien se da cuenta de esto!”
Fue una especie de epifanía, en sueños podía ver el corazón del otro, pero no sus emociones, porque como la alegría escueta, suelen ser invisibles e intransferibles.
¡La suerte es que pocos lo saben!