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Estela

Por Daniel Molini Dezotti
domingo 22 de enero de 2023, 06:00h

Hace muchísimos años tuve la enorme fortuna de participar, como espectador, de una función a cargo de una actriz argentina enorme, hija de padres inmigrantes y de reconocida militancia por las causas de la integración entre etnias y religiones: Cipe Lincovsky.

En aquella oportunidad interpretaba, o mejor dicho contagiaba con pasión inusual, textos de un autor que ella admiraba, el mismo a quien, a lo largo de toda su vida profesional no dejó de ponderar: Bertolt Brecht.

Parecía olvidarse del público, de los aplausos que arrancaba, y, en el escenario, con los ojos cerrados o muy abiertos, con los brazos dispuestos a abrazar o elevados al cielo, ella seguía dando vida a algo que parecía un ceremonial religioso.

Contaba anécdotas, historias, introducía reflexiones, pensamientos y de pronto declamó algo que después escuché y leí muchas veces, pero nunca con la intensidad y profundidad de la primera vez, “cantado” con una voz que prolongaba el talento y la sensibilidad de su autor, Brecht, un ser humano excepcional.

Fue tan fuerte la impresión que aquellas palabras se quedaron grabadas en mi memoria, con tal fuerza que terminé apropiándome de ellas, como si el autor no fuese un gigante de la literatura, sino servidor, un indocumentado junta letras.

La cita, hoy archiconocida, sostiene: “Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.”

Es muy difícil decir tanto y que ese tanto nunca se agote, que permita ser actualizado cada vez que uno lo repasa, parecido a otra creación de otro grande, Borges, cuando en su poema “Los Justos” se refiere con gran belleza a esas personas que, sin saberlo, están salvando al mundo.

Ambos me acompañaron, y muchas veces, con atrevimiento, hice apropiación indebida de tales maravillas, modificando algún adjetivo aquí, un sustantivo allá, quizás para hacerlo más conveniente a la situación que pretendía referir o por citarlos erróneamente.

Volví a evocarlos no hace muchos días, cuando una íntima amiga recibió noticias de una amiga íntima, de nombre Estela.

No era ella quien la ofrecía, sino su hija, quien desde la distancia, y conteniendo todo lo posible el dolor para poder hablar, señaló que su madre había tenido un problema muy serio de salud, que de pronto sintió un intenso dolor de cabeza que ocasionó su traslado a un servicio de urgencias, donde le fue diagnosticado, tras estudios complejos, la rotura de un aneurisma que nadie supo nunca que existía hasta ese funesto momento.

El estado de Estela, según los médicos, era irreversible, y si seguía con vida era porque estaba mantenida artificialmente, a la espera de que los facultativos pusiesen en marcha el programa de donación de órganos y encontrasen receptores compatibles.

Era su voluntad, también la de la familia, decidida desde siempre a que la solidaridad no se agotase tras el ante último latido, sino que se mantuviese, de ser posible, más allá.

Mi íntima amiga me contó muchas veces como era su amiga íntima, con la que compartieron juegos de niñas, y luego todas las cosas que se pueden intercambiar cuando el cariño consigue que las distancias y las ausencias no existan.

Un par de días después, cuando Estela ya seguía dando vida a otra vida mientras ella se apagaba, volvieron a hablar, y la forma de expresarse de la hija doliente manifestaba, además del pesar por la pérdida, la grandísima satisfacción de testimoniar el último regalo de su madre, compartido por el resto de la familia, que aguardaron a que todo terminase felizmente, aunque parezca un contrasentido esta forma de acabar una desgracia.

Cuando todo concluía, o quizás empezaba, sin que nadie me lo pidiese, sin ninguna autorización, es más, quizás contraviniendo alguna indicación expresa, decidí que debía contarlo, porque la actuación de una familia, en un mundo que se está rompiendo, nos permite abrigar el deseo ingenuo de que todo podría ser mejor.

Si Jorge Luis Borges aseguraba que “Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire. / El que agradece que en la tierra haya música. / El que descubre con placer una etimología. / Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. / El ceramista que premedita un color y una forma. / El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. / Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. / El que acaricia a un animal dormido. / El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. / El que agradece que en la tierra haya Stevenson. / El que prefiere que los otros tengan razón. / Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”, ¿qué efecto, cuáles podrían ser las consecuencias de un acto de bondad superior?

Alguna vez escuché decir a un sacerdote jesuita, ya muy mayor, que él había transitado por la vida intentando no dañar -no recuerdo exactamente el verbo utilizado- la obra de Dios.

La amiga íntima de mi íntima amiga vivió de esa manera, con pasos seguros dirigidos al lugar donde se encontraba la necesidad de otros, de su gente cercana y querida, también de los demás, intentando estrechar, unir, en empeños que hoy le reconocen quienes permanecen para recordarla.

Lo que hizo ella, lo que hizo y está haciendo su familia, es pedagogía pura, de la que muchos deberíamos aprender, que tiene que ser conocido, para que permita a otros la posibilidad que tienen poco elegidos, los de seguir vivos, no solo en el recuerdo, también en otras vidas.

Gracias a Estela, gracias a su familia, gracias a los que hacen posible que haya personas imprescindibles, trascendentes, incluso después de decirnos adiós.

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