OPINION

Dos caras

Marc González | Viernes 26 de febrero de 2021

El rey emérito vuelve a confesar -vía declaración complementaria- sus atípicos incrementos de patrimonio. Si será buen tipo que todo el mundo le hacía regalos, que él olvidaba anotar en los libros de contabilidad, qué cosas.

Pero Juan Carlos no ha sido solo un codicioso multiplicador de su modesto patrimonio familiar, sino también un adúltero de reconocido prestigio, con multitud de amantes conocidas y otras muchas anónimas.

No crean, sin embargo, que me he propuesto crucificarlo. Para eso, tendría que ponerme a la cola, y que me confundan con toda esa pléyade de oportunistas y republicanos de salón me da mucha pereza. Al contrario, lo que demuestra la biografía del Borbón -genio y figura- es que uno puede haber sido el artífice de uno de los más prodigiosos cambios acaecidos en un país tan relevante como España y, al mismo tiempo, ser un pésimo marido y un truhán avaricioso.

La ejemplaridad total es un atributo reservado a la hagiografía católica, y con matices, pues algunos santos cuentan una extensa nómina de pecados y hasta de delitos. Si, además de líder de la Transición española y elemento crucial en el fracaso del golpe de estado del 23-F, en la consolidación de la democracia y de la pluralidad y alternancia políticas, Juan Carlos hubiera sido un abnegado y fiel consorte, un austero y prudente contable y el más fiel contribuyente..., pues no sería Juan Carlos.

Algunos quizás preferirían que el rey hubiera pagado todos sus impuestos -esos mismos que tanto gozamos liquidar para el bien común- y que, en cambio, la asonada de Tejero hubiera triunfado debido a su tibieza. "Fue un pésimo rey, pero, eso sí, pagaba sus impuestos y no tenía ojos para más mujer que su esposa", les contaríamos a nuestros nietos.

Y si Winston Churchill, alcohólico empedernido que arrastraba una vida de aventurero -en todos los aspectos-, con sus luces y sombras, no hubiera aceptado capitanear a los británicos y resto de aliados en la II Guerra Mundial, es muy probable que hoy los europeos desfiláramos al paso de la oca ante los descendientes de Adolf Hitler. Todo ello, claro, si un asesino genocida como Iósif Stalin no hubiera contribuido decisivamente a derrotar a los nazis.

Tendemos irremisiblemente al maniqueísmo. Nuestros semejantes son vistos, simplemente, como buenos o malos, y más si son personajes públicos.

Nos gustan los contrastes -el blanco, el negro-, y nos asustan los grises, porque impiden las etiquetas a las que tan aficionados somos.

No conozco una sola biografía de entre las de los grandes estadistas históricos que no esté salpicada de infidelidades, traiciones o crímenes. Todos tienen dos caras.

Naturalmente, los méritos no borran ni justifican los baldones. Pero es que juzgar es siempre elegir. Nos quedamos con la luz o con las tinieblas de los demás, sin reparar, claro, en nosotros mismos, que, sorprendentemente, salimos siempre bien parados de este falaz escrutinio.


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