Una mayor paralización de la actividad del país debe contribuir a una reducción de los contagios y, consecuentemente, a un mayor alivio de los servicios sanitarios que se encuentran saturados en muchas zonas de España. La medida, sin duda, ayudará a combatir la extensión del virus pero no tranquiliza un cambio de opinión tan radical del ejecutivo en tan poco espacio de tiempo. El Gobierno debe evitar dar la sensación de improvisación, que es la mejor manera de trasladar a la población un sentimiento de tranquilidad.
En cuanto a la medida en sí, el hecho de anunciarla con tanta premura ha provocado que sobre todo las pequeñas empresas hayan quedado sin margen en la toma de decisiones y vean limitadas -cuando no anuladas- sus opciones de negociación con las plantillas a la hora de pactar la nueva situación y una recuperación de las jornadas de trabajo perdidas. Las pymes entienden que se generan desigualdades entre los que pudieron acogerse a ERTEs y los que ahora han de cortar su actividad de forma radical con menos de 48 horas de margen. Entienden, además, que con una orden tan apresurada no podrán aprovecharse de la bonificación del 100 por 100 a las cuotas a la Seguridad Social y el pago por parte del Estado del sueldo de los trabajadores vía prestación por desempleo.
El Gobierno hace muy bien en proteger a los trabajadores. Lo ha hecho aprobando una orden por la que se prohíbe despedir bajo el argumento de fuerza mayor por la crisis del coronavirus. Pero, en paralelo, debería ayudar a las empresas -grandes y pequeñas- para que el tránsito por esta situación merme lo menos posible sus posibilidades de recuperación. Atender solo a una parte puede acabar retrasando la recuperación económica, lo que sería un gran perjuicio para todos.