OPINION

Tu es Petrus

Marc González | Viernes 19 de abril de 2019

Ardía Nuestra Señora de París y me desperté angustiado. Era un sueño, pero bien real. Las imágenes que habían dado la vuelta al mundo me habían impresionado mucho más de lo que yo creía. Recordé entonces la primera vez que, entre las gárgolas tremendistas de las torres de Notre Dame tomé fotos de la singular aguja del polémico Eugène Viollet-le-Duc, hace ya treinta y siete años. Aquellas transparencias y negativos en blanco y negro cobran ahora para mí un especial valor sentimental.

A la mañana siguiente, sin conocer todavía el alcance patrimonial de los daños pasé, como cada día, frente a nuestra Seu y se me puso un nudo en la garganta. Precisamente hacía pocos días que acaba de leer la curiosa obrita que dedicó a nuestra catedral de Santa María el gran arquitecto norteamericano Ralph Adams Cram (1863-1942), calificándola de joya del gótico, a la altura, a su juicio, de las más excelsas del mundo. Mientras conducía, no dejaba de pensar en la tremenda herida que el fuego acaba de infligir en el corazón de Europa, en el alma misma de la cristiandad.

Las portadas de los periódicos reflejaban la reacción occidental ante lo que en un principio se pensaba que podía ser la pérdida total de Notre Dame: catástrofe artística, parimonial, cultural y, en último lugar y solo a veces, religiosa. Me sorprendía aquella miopía tan enorme ante lo que acababan de contemplar millones de ojos en todo el orbe. Multitud de personas, muchas de ellas jóvenes, apostadas en las cercanías de la catedral de París, rezando o entonando cánticos religiosos mientras veían cómo el fuego consumía un pedazo de su alma.

Porque Notre Dame es, efectivamente, un tesoro artístico, arquitectónico, patrimonial, histórico, un escenario literario, un referente nacional para Francia y una postal romántica para cualquier occidental. Es todas esas cosas y seguramente muchas más.

Pero lo que el fuego reveló fue que, por encima de cualquier otro simbolismo, la catedral de Nuestra Señora de París acumulaba siglos de espiritualidad, de la que tan falta está en muchas ocasiones nuestra sociedad, tan pegada a la inmediatez y lo material. Espiritualidad que, además de ser común a todos los credos, es cierto, se halla también en el arte, en la música y en la misma arquitectura. Bien lo sabía la Iglesia, y por ello las unió a todas ellas con el fin de lograr, en sus templos, sublimar en el individuo los más elevados sentimientos trascendentes, aquellos que nos aproximan a nuestra condición inmortal desprendida de la cáscara corpórea.

Tu es Petrus; tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. La frase de Jesucristo a Simón, hijo de Jonás, cobra especial sentido en ocasiones como ésta, en que arde un símbolo tan querido para todos los cristianos. Notre Dame, con sus casi mil años, acumula la historia de la cristiandad, que es tanto como decir la de Europa, la herencia greco-romana y judía, la construcción de los derechos humanos universales que tanto sacrificio y sufrimiento costó y que los europeos hemos intentado -a veces rematadamente mal- esparcir por el orbe y, sobre todo, la dignidad esencial y la trascendencia del hombre, de todos los hombres y mujeres a lo largo de la historia. Notre Dame es el espejo de todo lo bueno que podemos ser.

Tu es Petrus. Podrá arder hasta la última catedral, pero el espíritu encarnado en los muros de Notre Dame, ese que anida en el corazón de los seres humanos, es incombustible.