Voy a generalizar, que me mola mazo, que en la jerga juvenil actual significa que me gusta mucho. Como más se castigan, socialmente, las generalizaciones, más ganas me entran de derribar los muros de lo políticamente correcto, de lo llamado woke, y lanzarme a universalizar mis opiniones y, sobre todo, mis pensamientos más íntimos. Es decir, generalizar teniendo en cuenta que, en muchos casos, no se aplican criterios justos pero sí sirven para exagerar determinados conceptos, que es lo mío.
Mientras escribo esta gacetilla plenamente otoñal, trece chicas norteamericanas trece (como en los toros de Miura), es decir, estadounidenses, están cenando en la terraza de enfrente de mi casa. El escándalo es suficiente como para que yo me pueda entretener en relatar mis raciocinios. No tengo otra cosa mejor que hacer; y tampoco puedo... por el pitorreo existente.
He conocido, a lo largo de mi vida, una cantidad considerable de féminas de Estados Unidos y, por lo tanto, poseo una cierta porción necesaria de razón como para hacer valer mi experiencia personal. ¡Alerta! Ya he avisado sobre mi generalización.
Las americanas —y me refiero exclusivamente a las yanquis, más que nada por simplificar; sé perfectamente que igualmente son americanas las guatemaltecas, las uruguayas, las bolivianas y, si me apuran, las trinitobaguenses— hablan mucho; un montón. De hecho, se pasan todas las horas hábiles (e ignoro si los períodos durmientes) platicando sin cesar. No necesitan ningún motivo concreto para charlar sobre cualquier cuestión, sea trascendente o banal; da igual; no importa. El caso es darle a la sinhueso sin tregua. El palique es su dios y la verborrea, su religión.
La realidad muestra como, a la que se juntan un par de americanas (¡imagínense si son trece postadolescentes, como es mi caso actual!), no cesan ni un segundo de parlotear. Lo curioso, además, es que mientras comentan todo tipo de cosas, las que sean, no sólo no se escuchan entre ellas, sino que, para más inri, hablan la una sobre la otra. Evidentemente, no me refiero a posiciones físicas; aludo a cuestiones meramente auditivas. A cada una de ellas le importa un rábano lo que la otra le está contando. Cada una va a su rollo y no espera respuesta alguna de su interlocutora. Se podría decir que se trata de dos (o trece) interlocutoras simultáneas; actúan como monologuistas conjuntas, católicas, vamos.
Las americanas (éstas, no las demás) no suelen hablar con el tono habitual de las personas corrientes que habitan el globo terráqueo. No. Su voz aguda, agudísima, chillona, vocinglera, estridente a tope, las delata en seguida. Más que palabras, sus gargantas emiten una especie de alaridos, de berridos que podrían sugerir estados de excitación; como ardor o, incluso, fogosidad o lujuria. Igual comentan el bolso que se han comprado que el moquillo de su caniche.
Si a esto le sumamos el destrozo de la lengua que les une, el inglés, observaremos que estamos hablando de un caso excepcional. La prostitución de su idioma llega a extremos increíbles (claro que da igual: no se prestan atención). Entre sus aullidos ordinarios, no dejan pausa alguna para introducir, constantemente, los tópicos más sobados (los ¡oh, my god!, los terrific de turno o los clásicos ¿really?). Su pronunciación de la lengua de Shakespeare, Dickens o Joyce queda rebajada a sonidos metaguturales, nasales o directamente monstruosos.
Estoy finiquitando esta nota cuando ellas, las trece, siguen a su ritmo. Durante este período, ninguna de ellas (de las trece) se han enterado de la misa la media de lo que se han estado chillando. De vez en cuando —cada par de minutos— se ríen como locas. Es su momento ideal para cargar las pilas y empezar de nuevo.
No son sólo parlanchinas compulsivas: son, además, charlatanas profesionales y sacamuelas con medalla de oro; cotorras, vamos, como decíamos antes. Y sí, redoblo la generalización: son así en la vida real y en las películas.
¡Oh, mi Dios!