OPINION

Solo el calor de la fiesta

Juan Pedro Rivero González | Jueves 14 de agosto de 2025

Hay veces en que el clima parece aliarse con las emociones. Llegan las fiestas de Candelaria y, junto con el fervor popular, se instalan en nuestras calles y barrancos temperaturas altas que no perdonan. El cielo despejado invita a la peregrinación, a la devoción, a la convivencia; pero ese mismo sol, insistente y ardiente, tensa la tierra, reseca la vegetación y abre la puerta a un peligro que no podemos ignorar: los incendios.

El mes de agosto en Canarias es así: luminoso, vibrante, lleno de vida… y a la vez frágil. La sequedad del terreno convierte cada matorral en una mecha dispuesta a encenderse. La brisa, que tanto agradece el caminante, puede convertirse en el soplo que propague una chispa más allá de lo imaginable. Y, mientras miles de peregrinos se preparan para caminar hacia la Basílica, también el monte y las medianías aguardan en silencio, esperando que la prudencia humana les permita atravesar estas jornadas sin heridas.

Las Islas saben de sobra que basta una chispa para teñir de humo la celebración. Y el peligro no siempre llega por accidente: a veces, es la imprudencia, la negligencia o la falsa confianza de quien cree que «nunca pasa nada». Un cigarro mal apagado, una quema de rastrojos fuera de lugar, un descuido en una zona recreativa… y todo cambia en minutos. Sin embargo, la experiencia nos enseña que el fuego no espera, no avisa y, cuando se desata, arrasa con todo: con lo que se ve y con lo que no se ve, con los montes que tardan décadas en crecer y con la memoria afectiva de quienes los habitan. Por eso, estos días requieren algo más que entusiasmo; necesitan responsabilidad compartida.

Celebrar a la Patrona no es solo acudir a su fiesta; es también proteger la casa común que acoge a sus hijos. La devoción sincera no se mide en metros recorridos ni en velas encendidas, sino en gestos concretos que preservan la vida. Quizá este año, la mejor ofrenda sea un compromiso: no prender fuego en zonas de riesgo, no dejar basura que pueda encenderse, estar atentos a cualquier señal de humo y avisar a tiempo. Las autoridades hacen su parte con planes de prevención y vigilancia, pero el éxito de esa tarea depende de todos. La seguridad colectiva es, también, un acto de fe.

El calor de la fiesta debe quedarse en el corazón y en la alegría de encontrarnos, no en las laderas ardiendo. Que la luz de Candelaria ilumine, pero que el fuego de la imprudencia no oscurezca el horizonte. Así, cada paso hacia la Basílica será también un paso hacia el cuidado de nuestra tierra y de quienes la habitan. Porque proteger la naturaleza no es un gesto accesorio: es reconocer que la fe no puede crecer sobre cenizas, sino sobre la vida que cuidamos entre todos.

Y cuando la procesión avance entre cantos y promesas, que cada corazón recuerde aquellas palabras del Maestro: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra». Mansedumbre es también cuidar lo que se pisa, amar lo que se hereda, velar por lo que se entregará mañana. Que el fuego que arda sea solo el del amor que enciende la fe, y que, como en la humilde candela de la Virgen, su luz sea guía y no amenaza, calor que acoge y no llama que devora.


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