OPINION

Algo de luz

José Manuel Barquero | Domingo 10 de agosto de 2025

Hace más de medio siglo que comenzaron a digitalizarse textos. El proyecto Gutenberg hizo realidad el libro electrónico, y desde entonces se han publicado miles de artículos vaticinando el final del libro en el formato tradicional de papel. Y aquí seguimos unos cuantos millones de lectores, gracias a Dios, pasando páginas, sintiendo el tacto y el olor del papiro, almacenando tochos, recorriendo estanterías, echando el rato en nuestras librerías favoritas.

Ese afán contemporáneo por optimizar el uso del espacio físico me generó en su día otra incertidumbre. Cuando viajo soy de visitar faros y cementerios. Sobre los camposantos nunca albergué dudas. Pase lo que pase, la gente seguirá palmando y no todos optarán por la incineración de sus cuerpos. Es más, aunque a partir de mañana nos obligaran a depositar nuestras cenizas en urnas, permanecerían durante siglos esos espacios de paz para visitar a los muertos, o simplemente para pasear en silencio entre las sepulturas de desconocidos.

Pero respecto a los faros, esa moderna obsesión por el utilitarismo —todo debe servir par algo— me mantuvo preocupado durante un tiempo. Hace veinte años leí un artículo que vaticinaba que, gracias la generalización del uso del GPS en la navegación marítima, todos los faros acabarían desconectados. Imaginé entonces un mundo sin luces intermitentes durante la noche, una línea de costa sin destellos en la oscuridad, una frontera entre la tierra y el agua, entre el cielo y la tierra, delimitada exclusivamente por los satélites y la tecnología digital. Y pensé que, como en tantas otras cosas, el cambio sería peor.

Afortunadamente, el autor de aquel texto erró en su vaticinio. Los faros siguen brillando. Algunos han sido reconvertidos en restaurantes y hoteles cuquis, pero no se han apagado. Pocas construcciones humanas poseen un carácter simbólico tan fuerte como el de los faros. Todos responden a una historia, a menudo trágica. Se levantan donde hubo lágrimas para evitar nuevos dramas. A veces los relaciono con los cementerios, porque pienso que mantenerlos iluminando es una manera de visitar las tumbas y honrar la memoria de los que se ahogaron frente a sus costas. Cada noche que se enciende un faro le ponemos una vela a los muertos de los naufragios.

Entiendo que, más allá de su utilidad, el significado profundo de los faros no sea comprensible para todo el mundo. El faro es un elemento de comunicación con lo que no se nos escapa, con lo que no vemos, con lo que no logramos entender. El faro nos conecta con el misterio, con lo infinito, y ese nexo precisa de un sentido de la trascendencia que no necesariamente ha de ser religioso. Una luz que pone a salvo y al mismo tiempo advierte del peligro nos está diciendo que somos algo mas que materia, algo más que la propia tierra que señala el faro.

Aunque no naveguemos, siento que los faros nos guían porque, más allá de la tecnología, nos remiten al humanismo, a una presencia civilizadora del ser humano como centro de todas las cosas. El jueves pasado se celebró el Día Mundial de los Faros y yo lo celebré llegando esa tarde al de Finisterre, tras recorrer a pie durante seis jornadas 150 kilómetros de la Costa da Morte, en Galicia. Toqué físicamente cada uno de los faros del camino, y vi algo de luz.


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