Y si lo calla, y no es movido por la prudencia que nos muestra que el silencio también es oportuno en ocasiones, se equivoca. Hablar y callar son opciones de nuestra libertad. Si aquello que se sabe es oportuno, da sentido a la vida, responde al desarrollo integral de la persona, la sociedad y la historia, callar es un acto cobarde de egoísmo. Pero si la palabra se va a dirigir en una dirección distinta del bien de la persona, de la sociedad o de la historia, callar es lo prudente. Qué sabias eran aquellos consejos que nos enseñanban que “lo negativo dilo a quien lo deba saber, a quien lo pueda corregir, o calla”.
Hay silencios que salvan, y hay silencios que condenan. El alma humana, dotada de palabra, no solo comunica lo que piensa, sino que revela lo que ama y lo que teme. Callar no es simplemente abstenerse de hablar; es decidir qué merece ser compartido y qué debe ser reservado. En esa elección se juega la dignidad de nuestra libertad. Porque hay palabras que curan, y hay palabras que hieren; pero también hay silencios que otorgan, y otros que traicionan.
El que sabe y calla sin causa noble, corre el riesgo de convertirse en cómplice del mal. No basta con no hacer daño; hay una forma de hacer el bien que exige nombrar la verdad, incluso cuando duele, incluso cuando incomoda. El conocimiento que se retiene por comodidad o por temor a la reacción ajena deja de ser una luz interior y se convierte en sombra proyectada. El sabio no es aquel que lo sabe todo, sino aquel que sabe cuándo hablar y cuándo callar.
La historia está llena de silencios culpables. Callaron quienes sabían que se manipulaban conciencias, callaron quienes presenciaron injusticias, callaron quienes, con una sola palabra, habrían podido salvar una vida. También la historia recuerda las palabras que brotaron como manantial de esperanza: aquella carta valiente, aquella denuncia que desveló el abuso, aquella confesión que trajo reconciliación. La verdad que no se dice a tiempo se enmohece, y la omisión —cuando el prójimo sufre y uno sabe— se transforma en carga moral.
Y sin embargo, no toda verdad se grita. No todo debe decirse de cualquier modo ni a cualquier persona. La prudencia —esa virtud olvidada— es el timón que orienta la palabra hacia su destino justo. No se trata de medir las consecuencias por interés, sino de discernir si lo que se va a decir construye o destruye, edifica o arrasa. Hay verdades que, si no se pronuncian con misericordia, se convierten en armas de juicio. Hay secretos que, compartidos fuera de lugar, no sanan sino que abren nuevas heridas.
Decía San Pablo que la verdad debe ser dicha con amor. Y no hay amor sin respeto, sin discreción, sin conciencia de las fragilidades del otro. Por eso es tan sabio el consejo que nos legaron generaciones pasadas: “Lo negativo, dilo a quien lo deba saber, a quien lo pueda corregir, o calla”. Ese aforismo es más que una fórmula moral; es una brújula interior. Hablar no es descargar, ni desahogar, ni exhibir. Hablar es donar. Y sólo se dona lo que se entrega con responsabilidad.
La sociedad hipermediática, atrapada entre la sobreinformación y el rumor, ha banalizado el valor del silencio. Hoy todo se opina, todo se filtra, todo se comenta. Pero cuando la palabra pierde su peso, se convierte en ruido. Callar lo que se sabe, cuando se debe decir, es rendirse al miedo. Decir lo que no se debe, cuando se debe callar, es traicionar la sabiduría.
Hay un arte en el hablar, y hay una ética en el silencio. Entre uno y otro se mueve la persona libre, que no se deja arrastrar por la urgencia del momento ni por el eco de los aplausos. Sabe que la palabra es semilla, y que el silencio también puede ser tierra fecunda. Y cuando lo que se sabe es luz para otros, entonces callar ya no es opción: es omisión.