La nota final tiene su importancia, claro que sí; pero lo verdaderamente relevante es lo que hemos aprendido y lo que nos llevamos después de haber concluido el proceso de aprendizaje que supone superar una asignatura. La calificación es una referencia, una valoración, pero su verdadero valor reside en la bolsa de aspectos relativos. Así debería ser si no fuera un criterio selectivo a la hora de elegir carrera, grupo de mañana o de tarde, o el lugar de las prácticas. A pesar de todo, un número no garantiza la hondura del aprendizaje. Todos conocemos a personas con un expediente impoluto que carecen de otras habilidades intelectuales fundamentales. En esa bolsa de cosas relativas, debemos colocar los números que aparecen en nuestros expedientes.
Subjetivamente, estas realidades se viven como el resultado del esfuerzo. Hay quienes siembran poco y solo recogen calabazas; y, de esta manera agrícola, nos referimos a quienes no logran superar con éxito las materias de un curso. Es la época de la cosecha, de la siega del grano sembrado con el esfuerzo diario de nuestro trabajo académico. “Quienes siembran con lágrimas, cosechan entre cantares” (Salmo 126).
Algún criterio hemos de tener para hacer opciones justas. Y, evidentemente, esta pretendida justicia objetiva no termina de responder a la verdad de las cosas. Pero como algún modo ha de existir, y no encontramos otro que sea operativo, seguimos dividiendo cantidades y multiplicando por el número de materias completadas. Así surge la selectiva realidad que posibilita o limita que una persona asuma o no una determinada posibilidad de futuro. La responsabilidad de quienes deben poner cantidades que signifiquen el resultado de un esfuerzo recae sobre ellos; tienen la pelota en su tejado y han de buscar los mejores modos de ejercer la justicia.
Lo que hemos aprendido, lo que ha despertado en nosotros la curiosidad, lo que nos ha hecho experimentar el asombro y ha sabido generar en cada uno la creatividad que brota de la alegría de saber más y conocer mejor, es lo que a la postre nos queda como tesoro para la vida. Es tanto lo que se puede conocer, es tanta la realidad que se nos presenta invitándonos a abrazarla siendo abrazados por ella, que nunca será suficiente un número que nos diga que ya agotamos lo cognoscible. Del momento final de una asignatura deberíamos salir diciéndonos que nos falta mucho más de lo que hemos aprendido. Que nos queda mucho por aprender. Y cuantas más asignaturas superadas, mayor humildad intelectual habitada.
Ese es el espacio que debemos habitar siempre. Debemos barrer del horizonte a aquellos que consideran que lo saben todo, que lo conocen perfectamente todo. Esa mentira no debe conquistar nuestra intención jamás. Porque la verdad es el hueco de ausencia que habita en nosotros. Sabemos más cuando sabemos todo lo que nos falta por saber. Siempre es más lo que nos falta.
¿Y qué es lo que sabemos? Lo que podemos usar de lo aprendido después de olvidar aquello que memorizamos para un examen. Sabemos lo que recordamos. Lo que ha dejado una huella imborrable en nuestra existencia. Hay quienes tienen un expediente aparentemente mediocre y, sin embargo, sabemos que usan muy bien aquello que poseen. Eso es lo que sabemos.
Más allá de los números y las calificaciones, el verdadero tesoro del aprendizaje reside en la curiosidad que despierta, el asombro que genera y la humildad intelectual que nos enseña a reconocer lo vasto que aún nos queda por conocer. Lo que perdura es lo que usamos, lo que nos transforma y nos impulsa a seguir explorando el conocimiento, reconociendo siempre que lo más valioso es aquello que todavía estamos por descubrir.