OPINION

Un cuadro en una pared

Julio Fajardo Sánchez | Miércoles 03 de enero de 2024

La vida cubre al planeta con un manto verde. Tengo frente a mí a un oleo que representa un bosque de laurisilva. Hay un caminito protegido por una valla de madera. Dos largueros horizontales apoyados en postes lo protegen. Los árboles suben verticales, a un lado una maraña de zarzas se desploma por un barranquillo. Al fondo hay distintos tonos de vegetación que actúan como el cobertor de un suelo abrupto, que no se deja invadir fácilmente. Se escucha el trajinar discreto de la fertilidad. Las hojas caen desde lo alto y se mezclan con la tierra. Unos bichitos las descomponen para trasladarlas a otro tipo de existencia. Unos troncos viejos y vencidos se pudren y se ahuecan para transformarse en el hábitat donde depositan sus larvas los insectos. Son la esencia de la renovación. Arriba, entre las ramas más altas, asoma el cielo azul, otra capa protectora de la fiereza de esa reproducción que no para.

Es solo un cuadro que congela una actividad que me interesa contemplar para sentirme integrante de esta vorágine irresistible. Es la vida a la que pertenezco. Yo también estoy inmerso en este combate celular que no se detiene. Alimenta a mi cerebro y me provoca ideas que voy construyendo y traduciendo en palabras, ideotipos que intentan generar algo que no se separa lo suficiente de la materialidad que comparto con todo lo que me rodea. Algo que intento sublimar, liberándolo de la habitualidad de las cosas vulgares. Realmente, lo que tengo ante mí es un lienzo coloreado, nada que pueda palpar ni oler. Sin embargo, es capaz de sugerirme un traslado al bosque real que está a unos kilómetros de donde vivo. Hay una conexión entre mis sentidos, el cuadro y la realidad que éste representa. Una conexión que solo es posible gracias a una digestión intelectual; esa que me tiene sentado frente al ordenador llevando a él estas palabras.

Entonces me doy cuenta de que he introducido a un cuarto protagonista en la escena: mis dedos sobre un teclado y los caracteres que se van fijando en la pantalla gracias al programa Word. Cuando acabe lo enviaré a las redes y lo compartiré con un universo de potenciales lectores. Entonces ese cuadro que tengo ante mis ojos viajará por el espacio cibernético y se habrá cerrado el ciclo. Alguien apresó la imagen de la realidad de un monte frondoso con sus pinceles. Yo intento describir esa réplica física y la lanzo a un trayecto sin control apoyándome en una secuencia de impulsos electrónicos.

Esta es la existencia que tenemos, donde lo aparente y lo real juegan a no distinguirse. Todo surge de los malditos logaritmos y de aprovechar la energía de unos electrones que se desprenden de sus órbitas. Pero no nos asombremos, las cosas han sido siempre así, desde que los hombres pintaban bisontes en las grutas y Platón afirmaba que veíamos las sombras arrojadas por una hoguera en la pared del fondo de una caverna. El milagro del ordenador contabiliza que he escrito algo más de quinientas palabras. Pocas me parecen para salir de las inmensas sugerencias que me provoca ese cuadro que está colgado en la pared.


Noticias relacionadas