Todavía hay gente que sigue analizando la frase de Unamuno refiriéndose a los hunos y a los hotros en el sentido de que los hunos son los unos y los hotros los otros; es decir, que unos son mejores y otros peores, y que la división se produce, como siempre, entre buenos y malos. La intención del filósofo no era esa, porque si no, no le hubiera hecho falta ponerle una hache a cada bando. Esa hache, como la de Eva, está ahí para equiparar a la barbaridad, y para indicar, como dice Machado, que una de las dos Españas, cualquiera de ellas, tiene la capacidad de helarnos el corazón. Llegado el momento de la confrontación, hasta los más moderados salen a posicionarse en un ambiente demediado donde lo condenable tiende a situarse en uno de los lados de la balanza. Según la conveniencia los malos se convierten en buenos y los buenos en malos repartiendo créditos de buen comportamiento con el mismo impulso con que se otorgan descalificaciones a los que se encuentren en el lado contrario. En el fondo, los hunos y los hotros de los que hablaba don Miguel.
Habrá quien acuse de tibieza y falta de compromiso a los que no se alinean con estas afirmaciones. Siempre estaremos en el lugar correcto si coincide con el que ocupan las mayorías, sin darnos cuenta de que éstas están ubicadas en un lugar silente, temiendo hacer ruido para no aumentar las cargas negativas de un ambiente ya de por sí demasiado cargado. Me dirán que esto es lícito porque estamos en campaña y en ese tiempo es lógico que todo esté exacerbado por aquello de la movilización, pero es que llevamos así durante los últimos cinco años, a pesar de que ese tiempo haya sido atemperado por una pandemia, un volcán, una guerra, una inundación y una sequía, que de todo ha habido en la viña del señor.
Los hunos y los hotros siguen estando ahí. No han dejado de existir. Aunque sean pocos, sus apéndices mediáticos siempre estarán dispuestos a poner el dedo en la llaga, en este caso a meterlo en el ojo del contrario. Hay una inmensa cantidad de ciudadanos a los que no les importa este debate, y miran, desde sus atalayas silenciosas, como los grupos se organizan para darse garrotazos, al estilo Goya. Ojalá los hunos y los hotros sean solo una frase de un catedrático de Salamanca, o un símbolo colgado en las paredes del museo del Prado, pero España no puede vivir sin esa dicotomía que la hace retratarse a través de parejas irreconciliables.
A veces se unen para hacerse fuertes y construyen el muro infranqueable del centro del campo, donde se distribuye el juego inteligente, y esos dúos se convierten en inmortales, como Mauri Maguregui o Pasieguito y Puchades. En otras ocasiones representan a lo heroico, como Churruca y Gravina, Indibil y Mandonio o Daoiz y Velarde. Siempre de dos en dos, unidos o separados, para determinar que somos dos cosas, desde que los romanos nos dividieron en dos provincias, la ulterior y la citerior, o el catecismo se enseñaba con dos fórmulas diferentes, en función de la cualidad de los pueblos que había que catequizar: el del padre Astete y el del padre Ripalda. Aquí siempre hemos andado divididos, siempre hemos sido de los unos o de los otros, o de los hunos y los hotros, como decía Unamuno.
A veces me convierto en negacionista de ese hecho innegable y lo achaco al manejo de minorías perversas que se ponen en marcha de vez en cuando para aumentar el punto de ebullición. Ahora el patio está soliviantado, pero por lo demás, como en la casa de la señora baronesa, la cosa está tranquila: sin novedad, no hay novedad.