He tenido mucha suerte al poder acompañar, tras los muros del Monasterio de las Clarisas, en La Laguna, la experiencia de los Ejercicios Espirituales de una monja que está a punto de hacer, tras su etapa de noviciado, la Profesión Religiosa. Una semana de reflexión, meditación y oración que le ayude a tomar la última decisión en este proceso y camino de vida monástica. Sí, de vida monástica; porque tras esos gruesos muros de arquitectura canaria, hay vida.
Hay vida y alegría. De esa alegría que tanto carecemos los que andamos por las aceras de la historia contagiados del humo del agobio y la prisa. Esa alegría que no se compra ni nace del narcótico efecto de un producto. Las chispas de alegría que produce la vida sencilla, de trabajo sencillo, de oración sencilla en una experiencia comunitaria de fraternidad cristiana. ¡Qué envidia -sana envidia- me produce contemplar la alegría que no tengo y que tanto necesito!
Hay deseo de servir a Dios y a las personas. Nace de una fe profunda y honda, edificada sobre la confianza en la providencia de Dios. Servir en el horizonte de una noble causa que pretende ofrecer a manos llenas referentes de trascendencia definitivas. Entre las dimensiones que precisan atención en la codición humana, la dimensión espiritual suele ser la peor tratada. Y allí están ellas sirviendo en plato hondo un grito de espiritualidad en una sociedad de horizontes estrechos.
Hay gratitud a Dios por sus dones. Porque tienen ojos que miran, no solo que ven. La capacidad de contemplar que detrás de la realidad se perciben huellas de eternidad. Y agradecer las cosas sencillas que recibimos como don, y a las que accedemos como si fuera connatural un grifo de agua o un café caliente. La terapia del agradecimiento que nos resitúa en la verdad eliminando tentaciones de prepotencia irracionales e insuficientes.
Hay esfuerzo y sacrificio intercesor. Siempre hay alguien pidiendo por ti y por mí. Tomar conciencia de este hecho nos ayuda a valorar lo que se esconde detrás de los muros del Monasterio. Interceder ante Dios por quienes no conocen y, a veces, ni siquiera les quieren. Rezar por todas las personas que lo necesitan derramando, como si de una fuente que mana de una roca, la intercesión en favor de todos sus vecinos diocesanos.
Hay amor orante. Sobre todo eso: amor. Me gusta definir un Monasterio como una escuela de amor divino. Y, sin embargo, se sienten discípulas y aprendices del amor, buscando como amar más y mejor al mundo que les rodea. Hay amor limpio y cristalino, tenaz y fiel; hay amor verdadero. Detrás de los muros del Monasterio hay un horizonte de libertad inaudito, que hace que las rejas que las separan sean nuestras, no de ellas. Allí el amor tiene alas grandes para volar de manera ilimitada.
Detrás de os muros del monasterio hay vida. No las vemos ordinariamente, pero detrás de esos muros hay vida y verdadera libertad.