OPINION

Qué bonita es la lluvia (jajaja...)

Jaume Santacana | Miércoles 05 de abril de 2023

Escribo este sencillo papel mientras llueve. A través de mi ventana puedo observar y observo —tal y como hubiese dicho Adolfo Suárez— como una fina lluvia se desliza suavemente sobre la superficie de los árboles. Se trata de una lluvia inteligente y civilizada, parecida a la que irriga los campos nórdicos y les obliga a dibujar un verde sensato, un verde de calidad, alegre, espontaneo y con pocas emociones desbocadas.

Ahora mismo, el famoso fenómeno natural proporciona al iris humano una sensación de tranquilidad, de bienestar, de riqueza física y espiritual y, cómo no, de sana libertad. Ver llover tranquilamente transmite una paz sosegada y, simultáneamente, incita al estómago a un ligero frenesí que tiende a satisfacer los placeres más íntimos de la persona, como bien pudieran ser los gastronómicos.

No me refiero al hambre (semejante a una tormenta, por la bestialidad infernal de la Madre Naturaleza), sino al aterciopelado apetito que refina la sensibilidad y agudiza el alma, tal y como provoca la lluvia simple, la que, en estos mágicos instantes, capta mi curioso cerebro.

En términos de cultura autóctona, pocos artistas han elogiado de manera harto exquisita las emociones que se experimentan mirando la lluvia caer: Tomeu Penya, el brillante músico de Vilafranca, rozó el éxtasis en su conocido tema 'Plou' ('i defora bufa es vent…'). Desde el punto de vista estético, la canción de Penya se desliza por el terreno del arte más puro, más serio, más convincente, más próximo a la realidad. ¡Qué tipazo, el barbudo!

En el orden estrictamente literario, algunas páginas del 'Quadern Gris', del entonces imberbe Josep Pla, son excepcionales por su magnífica e insuperable visión de la lluvia regando huertas y campiñas.

¿Y qué decir de la inolvidable escena, protagonizada por Gene Kelly, Debbie Reynolds y Donald O’Connor, en el film 'Cantando bajo la lluvia', producido en el ya lejano 1952?

Y, finalmente —si ustedes me lo permiten— les brindo una bonita frase perpetrada por un curioso ser humano del que quizás desconozcan su existencia: Enrique Ernesto Febbraro, nacido en Lomas de Zamora (cerca de Buenos Aires), profesor de psicología —claro, argentino él, como si se pudiera ser argentino y no ser psicólogo— y también catedrático de filosofía e historia, además de ejercer como músico y odontólogo, o sea dentista y creador de un insólito evento internacional, respaldado por la O.N.U, el Día Internacional de la Amistad, que se celebra los 30 de julio.

Dijo Febbraro: “Cuando llueve, comparto mi paraguas; si no tengo paraguas, comparto la lluvia”.

Ahí queda eso.

PS.

Y ahora viene lo bueno:

Debo confesarles que he escrito este tan bucólico y eglógico artículo bajo los efectos del cinismo y la desfachatez más soberana.

Y sepan ustedes que, de nuevo, les debo pedir disculpas: les he mentido. No he 'escrito' este artículo hoy, miércoles, 5 de abril, sino que simplemente lo he manipulado con un vulgar 'copiar y pegar' de un texto —mío, eso sí— publicado el 15 de diciembre del año del Señor 2014, o sea, hace ni más ni menos que nueve añitos. Fíjense ustedes, si ha 'llovido' desde entonces... Que no, que ya lo sé: que no ha llovido nada de nada.

Vivo en Barcelona y puedo asegurar que hace la intemerata que no ha llovido en la Ciudad Condal desde hace la tira de meses; ni una puta gota de agua, por decirlo eufemísticamente.

La situación de sequía es alarmante y la depresión social que produce esta ausencia de agua es del todo acuciante. Por este motivo —y no por cualquier otro— es por lo que he reproducido y republicado este artículo de otrora que, por lo menos, me ha hecho (y espero que a ustedes también) recordar lo bonita que era la lluvia y sus circunstancias poéticas y beneficiosas para la salud física y mental de todos nosotros, amén.

Reconozco que, al releerlo, he tenido una agradable sensación como de frescura y lozanía, todo lo contrario de las terribles visiones de los pantanos vacíos, los ríos escuálidos y flacuchos y los grifos que, en breve, escupirán aire en lugar del preciado líquido acuático.

¡Que Dios nos coja llovidos!


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