Necesitaba alejarme un poco de las luces y el consumo, del ir y venir de gente persiguiendo ofertas, buscando regalos, haciendo colas para atrapar sueños con lazos, como si estos pudiesen existir sólo dentro de paquetes.
Era el segundo día que estaba en el centro de Valencia, al lado de locales exclusivos, sitios elegantes y tentaciones que sólo el dinero puede saciar, entreveradas con gente sin posibilidades de participar, situadas al margen de ese mundo de bienestar y privilegio.
Necesitaba ir un poco más allá de la calle Colón, de esa milla de oro donde me trajeron compromisos familiares que me obligaban a seguir rondando la belleza alojada detrás de escaparates, aunque no quisiera verlas, aunque no me interesasen.
Sabía que estaban allí y seguirían estando, con reclamos parpadeantes a ritmos de ocasión, con luces que iluminaban también a personas menesterosas acampadas.
Pedí permiso a los que me acompañan y me alejé un poco, giré a la izquierda por una calle más oscura con apellido de conquistador.
Avancé por Pizarro, así, sin nombre, con intenciones de llegar a la Avenida Marqués del Turia.
De pronto apareció un negocio, una boutique con mucho brillo, corazones dorados y de nombre francés, en realidad no sé si francés o italiano, en Argentina sería el modo en que se designan a los papelitos picados.
Pues nada, a un costado de la puerta, en el lado contra lateral del logotipo, leí una frase bíblica que me pareció pretenciosa.
Lo hice dos veces, no terminaba de armonizar cita y lugar, luego seguí caminando hasta llegar a la Avenida del Turia, donde el conquistador -si es que se trataba de ese Pizarro- se interrumpió para continuar del otro lado con la vía Marti, sin tilde, sin otro atributo, simplemente Marti.
Entre ambas, en un espacio rectangular no muy grande, aprecié cuatro árboles impresionantes, monumentales, centenarios, con una fronda de metros y metros, ocupada por cientos de pájaros que no conseguía ver pero que sentía como si estuviesen trinando en mis oídos.
El reloj me dijo que eran las 17:24, el cielo estaba gris, comenzaba a llover con una intensidad que no me exigió buscar reparos, así que seguí hacia el centro de ese trozo de naturaleza ocupado por una escultura enorme cubierta por andamios y lonas que no me dejaban ver lo que había detrás, sólo el nombre de una contrata escrito en un cartel con fondo rojo.
Me quedé ¿extasiado?, no conseguía creer que la sinfonía impresionante de gorjeos fuese capaz de anular el ruido de coches, autobuses y motos que iban hacia el antiguo cauce del río o regresaban del mismo lugar.
Me asaltaron dudas, por ejemplo saber a quien homenajeaba la escultura o la clase de pájaros tan sonoros como invisibles.
Me entretuve dando vueltas en el entorno, luego crucé de acera y me atreví a entrar a un negocio dedicado a vender o amueblar cocinas. Con mucho cuidado abrí la puerta, con mucho cuidado me sequé los zapatos en un felpudo mullido, pedí disculpas y me dirigí a una joven con gafas: “¿Podría hacerle una una pregunta?”
“Por supuesto”, respondió, mirándome sin desconfianza. “Muchas gracias, ¿qué representa ese monumento?”
“Buena pregunta”, sonrió, luego se quitó las gafas y continuó: “sinceramente no lo sé, o mejor dicho lo sé, pero no me acuerdo”.
Una compañera, sentada algunos metros más allá, se sumó a la búsqueda encontrando pronto la respuesta: “Teodoro Llorente.”
Tras el obligado agradecimiento, abusé: “Sé que soy pesado, ¿podría decirme que clase de pájarillos está generando esa música?”
Esta vez la respuesta fue inmediata: “Estorninos, llevan años allí, siempre vienen a la mima hora, en la misma cantidad, por eso de vez en cuando tienen que arreglar la estatua.”
En ese momento recordé la cita bíblica, y pensé en la conveniencia de trasladarla desde donde estaba pintada a esas enormes higueras australianas exuberantes de vida.
“Despertó Jacob de su sueño y dijo: “ciertamente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía”, Y tuvo miedo y dijo “¡Cuán imponente es este lugar! Esto no es más que la casa de Dios, y esta es la puerta del Cielo.” Génesis 289.16-17
Creí que la gente de la boutique se equivocaba o la brújula utilizada les confundía los puntos cardinales, el paraíso estaba un poco más allá de donde ellos lo situaban.