OPINION

Santa Cruz – Balneario, viaje sin retorno

José Luis Azzollini García | Lunes 05 de septiembre de 2022

Estamos casi terminando el periodo estival y me ha venido a la mente, todo lo que sucedía durante esta estación para quienes nos quedábamos en Santa Cruz, durante un periodo de tiempo de aquellos meses de calor. Aprovecho, también, la oportunidad que me brinda www.canariasdiario.com, en estas fechas en las que ya comienzan a calentar los motores -algunos ya vienen calentitos desde hace tiempo- de los distintos partidos políticos. Tal vez sea de su interés el conocer que, además de otras cositas -sus grandes sueldos, privilegios, estatus y demás condiciones que van en la carreta de la romería política-; a la ciudadanía, también nos preocupa el conocer lo que se hará con edificaciones como la que se menciona en este artículo -hay muchos más-.

Como decía y recuerdo, “en llegando” la fecha estival, la mente de todos los habitantes de Santa Cruz, se nos llenaba de luz, sol y agüita. Al no tener playa en el entorno capitalino, aun cuando la ciudad mira al mar -“eso se mira, pero no se toca”-, los que allí vivíamos teníamos la posibilidad de ir a las Teresitas, cuando era aún de arena negra. El viaje era bastante largo, pues la carretera tenía tantas curvas -hoy se llega en un periquete por la avenida del litoral- que ya te cansabas solo de pensar en dar una vuelta por allá.

Cerca de la ciudad, se contaba con el Club Náutico, para quien gozaba de ese privilegio por haber pagado su cuota de ingreso y derramas. También tenías la posibilidad de acercarte a la escollera de la Náutica, algo peligrosilla y solo se usaba si no quedaba más remedio y/o si ibas con algún hermano mayor. Poco después se construyó el Club de Paso Alto, pero era solo para quienes entroncaban con los estamentos militares. Yo nunca hice la mili -al menos de forma presencial- Y, en la fecha en la que sitúo este tema, ni se me pasaba por la cabeza. ¡En qué vida militar se va a pensar entre los siete y los diez añitos!

Pero, existía el plan “B”. Recuerdo que cuando llegaba el domingo, y veías como la persona mayor con la que disfrutarías del día, iba preparando el cesto de playa, te entraba un “qué se yo” -técnicamente, generación de endorfinas- que te recorría todo el cuerpo hasta llegar al mismísimo centro de cerebro donde los neurotransmisores hacían su gran labor de predisponerte a tener un nuevo día a recordar en el futuro. ¡En este futuro!

En aquella cesta, que ya le gustaría a la mismísima Mary Poppins tener a su alcance, había de todo. Los bañadores, las toallas, la fiambrera con la tortilla de papas, ¡la jugosa tortilla de papas de Tía Anita!, el pan –un pan sobado, como Dios manda- agua, algo de crema nívea para las quemaduras del sol -mi hermana, y de estraperlo, se encargaba del aceite bronceador cuya fórmula, seguramente hoy, estaría prohibida por Sanidad. ¡Y, sin seguramente!- y por supuesto la botellita de vino Sansón -un chupito de aquella exquisitez, servido en la misma tapita, era suficiente como para abrir el apetito, sin generar adicción-

Con todo preparado, bajabamos el resto de la calle de Las Tribulaciones -barrio del Toscal de Santa Cruz de Tenerife- enfilábamos la calle de la Marina y al doblar la esquina junto a la Alameda, estarían, como esperando por nosotros, aquella bonitas guaguas rojas -raro que aún no se les haya erigido una escultura simbólica-. Sus asientos de madera -toda su estructura lo era-, daban más frescor que comodidad pero eso, ¿qué importaba? sabiendo donde te llevaría. El personal del vehículo se subía y el cobrador abría su cartera negra, apoyándose en la esquina de cada bancada y extraía un ticket de un artilugio que espero tengan en alguna de las salas del “museo” dedicado a este tipo de transportes. -¡Ah no, que Santa Cruz no tiene museo propio!-. Aquel dispensador de tickets, era como una plancha de madera con un soporte de metal o una goma que hacía las veces de pinza alargada y que impedía que los diferentes tacos de boletos se soltaran al ir despachando el de cada pasajero. ¡Tres al Balneario, por favor! Aquel vehículo se ponía en marcha, con todo tipo de crujidos, mezclados con el ruido del motor y el de la caja de cambios al ir moviendo la inmensa palanca. Pasados algunos años, ya con mi estatura actual, tuve la oportunidad de subirme a esos coches de pasaje -no recuerdo el motivo- y me llamó la atención la poca distancia que había del piso al techo. ¡Qué chiquita era la gente!

Parabas en el Club, en Valleseco, nudillos en el techo del cobrador, seguidos de un “vaaaamos” y arrancaba hasta la siguiente parada que era la del punto de destino: El Balneario. Bajabas de la guagua, te acercabas a la taquilla, comprabas las entradas que te daban derecho a disfrutar de las instalaciones y ¡a vivir una magnífica libertad! Mientras Tía Anita -mi querida tía del alma- se acomodaba a la sombra, en las escaleras que se disponían en la zona de piscina a modo de gradas, nosotros pasábamos por el vestuario para ponernos el bañador. Después, lo único que había que hacer era cumplir con las normas. Las de casa eran bastante estrictas, aunque llevaderas: pasar cada cierto rato por donde se encontraba nuestra cuidadora, ir a la hora de la comida y comer junto a ella, hacer la digestión y después, al final, estar listo para la hora en la que nos regresaríamos a casa, lo que sería ya entrada la tarde. Teníamos carta blanca para estar con los amigos -los que ya conocías y los nuevos que hacías en el lugar- ¡Tengan cuidado con la parte honda!, se nos decía cuando estábamos en el área de la piscina olímpica. ¡Al muelle, hoy no se puede ir porque el mar está muy fuerte! A la zona de la residencia que también había allí -familias del sector portuario, creo- tampoco podías ir. Eso te obligaba a jugar entre el área de las piscinas infantiles y la grande. ¡El espacio de juego, seguía siendo enorme!

¡Qué locos! Exclamaba alguien al advertir que algún chico se había encaramado en lo alto del muro de la azotea y se disponía a lanzarse a aquella parte más profunda de la gran piscina. ¡Cuidado abajo! ¡Cuidado abajo! Tras el tercer aviso y ya despejado el vaso, se lanzaba haciendo el “Ángel” unas veces, otras hacían la carpa y en otras ocasiones, lo “trancaban”[1] antes de tirarse y se acababa el show de los “clavadistas locales”.

¡Qué recuerdos trae la mente cada vez que pasa uno por esa edificación!

Hoy en día la edificación sigue en pie. Aunque eso sea solo en apariencia, porque ni siquiera se podría decir que sigue. Desconozco como estará su interior, pero viendo la fachada, se puede uno imaginar lo peor. En lugar de muelle, dando al mar, ahora hay una carretera que comunica toda el área portuaria. El mar, ya no se toca desde allí. Las edificaciones siguen en pie, aunque todo hace sospechar que el paso del tiempo y la desidia de alguien -señalando- harán su trabajo. ¡Aquellos momentos felices, parece que se fueron sin retorno previsto!

El efecto avestruz que en ocasiones parece habitar en la Casa Consistorial, ha ido haciendo su efecto: “no veo, no existe”. Tal vez lo tengamos merecido por no saber elegir bien a quién debe cuidar de lo público. ¡Lo de todos!

[1] Trancar, se usa en Tenerife también como sinónimo de “trincar” o coger a alguien.


Noticias relacionadas