OPINION

Desde Colliure con amor

Jaume Santacana | Miércoles 01 de septiembre de 2021

Emulando el título de una famosa película del no menos famoso James Bond, me han circulado por el cerebelo (mi cerebelo trabaja mucho mejor que mi cerebro, que suele ser más basto e incongruente) dos “palabros” -sí, en la España de finales del siglo XVIII el término “palabro” era de uso común y aceptado por las normativas vigentes en aquella época- que, en principio no deberían tener ninguna o poca relación entre si: Colliure y amor.

Tranquilos que yo les cuento. Colliure es una ciudad situada en la ribera del Mediterráneo, exactamente en la denominada “costa roja”, no lejos de la urbe de Perpinyà, capital de la comarca del Rosselló, terreno de donde fueron expulsados los catalanes a consecuencia del fracaso de las tropas de Felipe IV en el Tratado de los Pirineos, en el año del Señor 1659, por el cual, Francia (y su rey Luís XIV) se pulieron el status quo y se zamparon nuestra parte; sin escrúpulos ni mandangas; a la francesa. Eso, como colofón de la tan cacareada guerra de los Treinta Años. De nada.

Colliure es una ciudad preciosa; lo tiene todo: mar y montaña, monumentos que, aparte de ser singulares y monumentales son estéticamente lujosos, pescado fresco (sobre todo, unas magníficas anchoas perfectamente confitadas y nada sanguinolentas), unos bares y restaurantes con unas terrazas espléndidas y un largo etcétera que me ocuparía todo este papel.

Y ahora, ustedes, que son de un perspicaz y agudeza mental que no se la salta un torero, amables lectores, es cuando se preguntan. ¿Pero que carambas tiene que ver Colliure con el amor? Tengan paciencia que un servidor les sirve, ya, la respuesta en bandeja de plata, como la cabeza de San Juan Bautista que recibió Salomé.

Colliure es una ciudad que enamora; no vamos a ir con remilgos, a estas alturas de la vida. Sus paisajes, su encanto, su brillante luz y su personal, todo, enamora al visitante. Lo que pasa -y ahora voy al grano- es que si uno va previamente enamorado a la ciudad el disfrute general se convierte en fenómeno universal e indiscutible.

También irrepetible. Este, y no otro, ha sido mi caso.

En estos últimos días, voy y me presento en Colliure con una señora impecable, elegante, guapísima, alegre y de risa amable y contagiosa, con un cabello rubio impresionante, unos ojos que se comen tu mirada, unos labios deseables, una cultura como bastante ilimitada (musical, por encima de todo) y un “no se que y un qué se yo” que tumba al más pintado.

Debo aclarar que esta “señoraza” es mi primorosa enamorada.

Aviso para navegantes: los enamorados somos gente a la que nos gusta ir por ahí pregonando nuestro amor a diestro y siniestro y, claro está, nos pirramos por enaltecer sus virtudes, las de Ella en este caso, cosa que, habitualmente, importa un pepino al resto de la humanidad. Y, para más inri, nos dedicamos a la expansión de dicho apasionamiento por un solo motivo: si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo va a hacer?

Pasear por esta deliciosa ciudad de la mano de la persona a la que se quiere (mucho, mucho, todo, vamos) no tiene rival ni precio. Uno ve las cosas de una manera amable y conmovedora, sabiendo que lo que nuestros ojos respectivos miran y sienten, reciben los mismos impactos como si se tratara de un solo cuerpo.

En fin, evidentemente, me conservo para mi el recuerdo de aquellos momentos de magia en la intimidad más estricta que rematan la visión global de la historia.

¡Ah, me olvidaba! Me pasaría lo mismo si escribiera desde Kuala Lumpur o Marratxí. Que quede claro.

Y, por cierto: memento mori, pero, de momento, carpe diem.


Noticias relacionadas